Hoy: 23 de noviembre de 2024
Se preguntaba en público Pedro Fánguez cómo lo recordará la Historia. Es la típica obsesión de cualquier megalómano, de cualquier ególatra que se pague un publirreportaje en Netflix. Hoy domingo, 3 de noviembre de 2024, ya sabemos la respuesta a la gran inquietud de Fánguez: la Historia lo recordará como el tipo que huyó de un pueblito valenciano mientras la multitud de vecinos pretendía lincharlo. O al menos enfangarlo con el fango de la lluvia.
Y lo que es peor: Fánguez huyó del fango mientras dejaba solos al rey y al presidente autonómico en la imposible tarea de dar explicaciones a los vecinos sobre la mala gestión de la riada. Y mucho peor todavía: minutos después, Televisión Espantosa, sin mencionar a Fánguez, afirmaba que el objeto de ira de los valencianos era exclusivamente el rey. Los miserables.
Recién llegado de India, exhausto de risas y bailes, ahíto de aplausos y loas, agasajada la bachiller Begoña por las Universidades indias, se encontró en España Fánguez con la ardua tarea que, supuestamente, es la única motivación del matrimonio para mantenerse en el poder: gobernar para el bien de los españoles. Pero ese buen gobernar pasaba –ahora lo sabemos todos– por enviar al Ejército sin demora al lugar de la catástrofe, incluso sin que el inútil presidente de la Comunidad Valenciana tuviese la obligación de pedirlo con una póliza de cinco pesetas y un formulario rosa.
Señor Fánguez: ¿por qué el año pasado, cuando un terremoto asoló Marruecos, enviaste a nuestro Ejército de inmediato y, sin embargo, has tardado cuatro días (¡cuatro días!) en movilizar a ese mismo Ejército para nuestro propio desastre, para nuestros propios muertos, para nuestros propios desaparecidos?
¿No te cansabas de repetir que las primeras 24 horas eran cruciales para la búsqueda de supervivientes? ¿Y en Valencia no? ¿No ordenó Zapatero, minutos después de su jura como presidente del Gobierno, sacar nuestras tropas de Irak? ¿No indica eso que un presidente del Gobierno puede movilizar o desmovilizar al Ejército cuando lo considere necesario? ¿Qué demonios te pasa ahora con tantísimo requisito y tanta parafernalia?
¿Acaso nos hemos convertido en un Estado Confederal sin haber cambiado las Leyes? ¿Son quizá las provincias españolas Repúblicas Independientes donde el Gobierno Central no tiene nada que hacer? ¿O es soló dejadez y cálculo, o es sólo ganas de dar por culo al rival aun a costa de los ciudadanos? ¿Y te extrañas de que el Pueblo explote?
¿De verdad te extrañas? ¿Tus 900 cortesanos aduladores –esos 900 asesores que mantenemos en La Moncloa con nuestros impuestos– no te habían advertido de la indignación popular por tu omisión del deber de socorro? ¿O pensabas que podías utilizar al rey como escudo humano para librarte de sus iras? Y no. No me digas que era una minoría la que protestaba. Y no digas que eran agentes infiltrados de la ultraderecha. No nos tomes por estúpidos. No añadas el insulto a tu psicopatía. Eran personas con palas y escobas que achicaban agua y buscaban a sus muertos. Respétalos al menos, señor Fánguez.
El desastre de Valencia ha venido a demostrar lo que muchos sospechábamos: que las Autonomías (las gestione el color político que sea) sólo significan gasto, duplicidades, enchufismo, desigualdad, ineficiencias, chiringuitos, lentitudes geológicas, parálisis cretácicas, luchas de egos heridos, puñaladas traperas por la espalda, tarjetas sanitarias incompatibles entre sí, traductores en las Cortes, rencillas entre administraciones, descoordinación entre gestores y cadáveres de inocentes ahogados. Muchos cadáveres. Muchos ahogados. Muchas plurinacionalidades. Muy poco Estado. Y ese final de la Patria Común suena a gloria para independentistas y sediciosos, pero es una mala noticia para el conjunto de los españoles.
Habría que preguntarse si es sensato, o suicida, que una Alerta Roja simultánea en las provincias limítrofes de Valencia, Castellón, Tarragona y Teruel tenga que ser atendida por cuatro administraciones diferentes (tres autonómicas y una central) en lugar de por un mando único.
Habría que preguntarse por qué las Embajadas de Japón y Francia enviaron mensajes telefónicos a sus ciudadanos radicados en Valencia para advertirles, ¡tres horas antes!, del desastre que se avecinaba. Tal vez se deba a que en esos países tan fascistas sólo existe un Servicio Meteorológico, uno solo, y no diecisiete peleados entre sí. O tal vez se deba a que los avisos a la población, en caso de desastre natural o de ataque nuclear, los hace una sola persona, una sola, y no diecisiete caudillos de Taifas que sólo quieren dejar malparado al contrario, al rival, al que no piensa lo mismo.
Para nuestra desgracia, la política española, desde hace al menos tres décadas, se nutre de jóvenes académicamente poco preparados que, en lugar de considerar las instituciones públicas un lugar de paso provisional hasta regresar a sus respectivos oficios, ven en ellas unos puestos de trabajo permanentes, desorbitadamente pagados y con unas jubilaciones de escándalo. Por eso nadie dimite.
Por eso se acuchillan entre ellos: para obtener un buen puesto de salida en las listas electorales. Por eso soportan los mayores escándalos periodísticos y judiciales sin que se les caiga la cara de vergüenza. Por eso dicen hoy blanco, y mañana negro, sin que se les mueva un músculo. Por eso aplauden al líder como si fuesen focas de circo. Por eso aguantan insultos y fango.
Por eso colocan a inútiles en puestos clave de la administración, pues prefieren al amiguete con carné que al funcionario de carrera, a uno que sepa lo que hace, a uno que entienda. Y por eso se quitan de en medio en cuanto viene un problema: para colocarle el muerto al rival y hacerle daño en lo que más le duele, en el número de votos en las elecciones siguientes.
Yo tenía, hasta hoy, dos frases lapidarias enmarcadas. Dos frases. Dos frases que resumen un periodo. Dos frases que retratan la inmoralidad que nos gobierna desde hace al menos seis lustros. Una es de Vicente Sanz, secretario general del PP valenciano en 1990: <>. Otra es de la madre de Juan Lanzas, un sindicalista de UGT implicado en el caso de los ERE: <>. Pero con permiso de ustedes añadiré una tercera, una pronunciada por una dirigente de Sumar que justificaba su negativa a suspender la sesión del Congreso (y centrarse en los muertos valencianos) con las siguientes palabras:
Claro que no, miserable. Los diputados estáis para cobrar a fin de mes y repartir dividendos.
Cago en tó lo que se menea y mitad del cuarto más.
Atacar a un presidente del gobierno, sea del partido que sea, es atacar a la institución democrática y eso es intolerable para cualquier persona de bien. Justificar de la manera que sea ese ataque es dar pábulo a un hecho denigrante y cualquiera que se precie de demócrata debería condenarlo. Dirigirse al presidente del gobierno, sea del partido que sea, con apodos que pretenden ser ingeniosos, más allá de la falta de respeto, confiere un cariz poco serio a la columna y la denigra tanto como pretende denigrar el apodo.