Hoy: 23 de noviembre de 2024
“Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata”, leemos en Niebla. Pero don Miguel de Unamuno era un hombre de fe y siempre resulta consolador pensar que dios, al que le vamos a perdonar todo, porque no nos queda otra, es quien nos da la vida y, por lo tanto, quien tiene la potestad absoluta de quitárnosla.
Esta sentencia justificaría los desastres naturales que se llevan por delante cientos de vidas, justificaría las corrientes virulentas que anegan la tierra y arrastran a la gente como a hormigas. Pero para los que escribimos dios con minúscula a pesar de gramáticas y tratados de estilo, no somos capaces de ver otra cosa que el hombre matando al hombre.
Construir en zonas inundables es no tener escrúpulos, permitir que se construya en zonas inundables es no tener escrúpulos. Aunque de sobra es sabido que especulación y escrúpulos son dos términos contrapuestos. Y cuando viene la hora de arrojar culpas, se arrojan a diestro y siniestro para disimular la responsabilidad propia.
Saberse absuelto de toda responsabilidad mirando hacia otro lado es la actitud del culpable, estirar el índice acusatorio hacia el otro o, en última instancia, mirar hacia arriba convencido de que dios en su infinita sabiduría tendrá una razón poderosa para tanta desgracia. La derecha española es experta en mirar a dios y en especular, avalada por casi un “decalustro” de salvajadas medioambientales: La manga del Mar Menor, la Vega de Granada, la albufera de Valencia, los ejemplos por miles…
Maestra en crear conflicto, en prender mechas y denunciar al quemado, maestra en sembrar cizañas que luego repercutirán directamente en todos, repercutirán en los más inocentes, pero también en quienes les siguen y se crecen con las arengas, y les dan pábulo.
La historia reciente ya nos mostró cómo dominan el arte de la provocación, como alteran y crean ambientes tóxicos y propicios para la revuelta, porque por encima del hombre, de la mujer, por encima del bienestar ciudadano, lo único que le interesa al violento son las situaciones de desestabilidad, en ellas se crece, se hace fuerte, se regocija como los gorrinos ante la presencia del fango. Y fango es lo que sobra estos días. Las mentiras se erigen en ley y una sociedad ciega a fuerza de despreciar la cultura es incapaz de ver más allá de lo que los violentos muestran. Nada nuevo.
Las masas dirigidas, asaltando el Capitolio como alimañas bien cebadas, son las mismas masas dirigidas lanzando piedras, barro, atacando al presidente, que más allá de un partido político, representa los valores democráticos de una sociedad, incluso por encima de la figura de los reyes, cuya posición la deciden dinastías y no el pueblo mediante las urnas.
No hay nada que justifique el ataque a las fuerzas democráticas, nada que no sea desestabilizar, y la tragedia ayuda a que nos fuercen a mirar hacia dónde quieren que miremos, ayuda a que no veamos otra cosa que lo que quieren que veamos. No es baladí la agresión contra el presidente, no es baladí asaltar el Capitolio, no son cosa baladí los discursos de odio, porque con ellos las bestias nos devoran y perdemos mucho más que nuestras casas, lo perdemos todo. Luego, en el confesionario, entonan el mea culpa, rezan y vuelven a las calles bien provistos de palos.
Anuncian en las plataformas el estreno de una serie distópica en la que, resumen, una “especie de rabia que transforma a la gente en criaturas agresivas se extiende por el planeta”. Como todo relato distópico, asumimos que se trata de una ficción en sociedades futuras totalitarias y degeneradas, en mundos ajenos, como si las sociedades totalitarias fuesen un imposible hoy.
Pero no puedo ver otra cosa que una sociedad degenerada en los que se citan para agredir a un presidente electo, porque solo conocen la fuerza como medio de expresión; veo una sociedad degenerada en los que aplauden los discursos de Trump que son, más que discursos, peroratas, insultos, soflamas llenas de mentiras arrojadas sin impunidad, por aquello de que “62.400 repeticiones hacen una verdad” que escribió en 1932 Aldous Huxley en Un mundo feliz. Miro los rostros rabiosos de los que escupen mentiras, miro a los violentos en la calle, criaturas agresivas que se extienden por el planeta y pienso en las palabras de Leonard Cohen: “A veces uno sabe de qué lado estar, simplemente viendo quiénes están del otro lado”.
Totalmente de acuerdo
la incultura popular de los pueblos atomizado por unos medios visuales que atentan los sentidos, nos lleva al seguiríamos del ignorante que se cree poderoso