Dicen que el tiempo lo borra todo. Que la lluvia del olvido termina por desdibujar hasta las más firmes huellas. Pero a veces —muy de vez en cuando— la historia enmienda sus descuidos. El próximo 29 de abril, la Real Academia Española se reconciliará con su propia memoria al conceder, a título póstumo, el nombramiento de académico a Antonio Machado, poeta del alma española, caminante de hondura serena y palabras verdaderas. No en vano él quiso titular a su antología Poesía y verdad.
Machado fue propuesto para ingresar en la Academia en la década de 1930, donde debería ocupar la silla V. Fue votado, considerado, reconocido… pero nunca elegido. Las razones nunca fueron del todo claras. Hay quien dice que él no se consideraba digno de tal honor, aunque hoy se cree que fueron las circunstancias políticas de la época las que le impidieron formalizar el ingreso. La guerra que se avecinaba ya agitaba los pasillos de las instituciones, y tal vez su poesía sencilla y profunda, libre de retórica, incómoda para algunos y demasiado humana para otros, no encontró entonces lugar en el sillón que le correspondía.
Lo cierto es que Antonio Machado dejó escrito su discurso de ingreso, como si el destino, más sabio que los hombres, supiera que algún día sería leído. No se pronunció en su momento, pero fue publicado en 1951 en la Revista Hispánica Moderna de Nueva York, y en él, con la humildad que lo caracterizaba, el poeta afirmaba: «No soy digno de este honor. La Real Academia se ha equivocado…».
José Sacristán será el encargado de darle voz a esas palabras silenciadas durante casi un siglo. Un actor —un hombre de teatro— para devolver a la escena de la lengua a quien nunca debió haber salido de ella. Será un gesto simbólico, sí. Pero también justo. Porque Antonio Machado no solo merece un sillón académico, sino un lugar insustituible en la conciencia cultural de nuestro país.
Machado no fue un poeta del espectáculo, ni del fulgor inmediato. Su poesía no buscó la fama, sino la verdad. Supo que la palabra, como el agua, encuentra su cauce en el tiempo y cala hondo, sin estridencias.
Fue un poeta de silencios fértiles. Un hombre que eligió mirar hacia dentro y caminar hacia fuera. Fue conciencia. Fue camino. Fue espejo. Su palabra no buscaba la floritura, sino la raíz. Decía: “Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa”, y con esa verdad descubierta, nos enseñó a mirar dentro.
Desde Soledades hasta Campos de Castilla, su voz fue haciéndose carne en el paisaje, en los trenes lentos de la España interior, en la dignidad de los humildes, en la memoria de los muertos que aún respiran en el alma colectiva.
«Caminante, son tus huellas/el camino y nada más;/caminante, no hay camino,/se hace camino al andar.»
Versos que ya son proverbio. Machado supo esculpir la duda, dignificar la incertidumbre. Su obra es un diálogo constante entre la emoción y la conciencia, entre lo que se fue y lo que aún puede ser.
Y sin embargo, hubo un tiempo en que su voz fue arrinconada. Cuando la Guerra Civil española inclinó la historia de los hombres hacia la oscuridad, Machado cruzó la frontera con su madre, Ana Ruiz, anciana y enferma. Ambos llegaron a Collioure, pequeño pueblo del sur de Francia, donde el poeta vivió sus últimos días entre la pena y la esperanza. Apenas un mes después, el 22 de febrero de 1939, murió en una pensión modesta. Su madre le sobrevivió solo tres días.
En el bolsillo de su abrigo, hallaron un papel doblado. Allí escribió su último verso: «Estos días azules y este sol de la infancia». ¿Qué evocaba en ese instante final? ¿Los patios de Sevilla, la ternura de su madre, los veranos perdidos? Fue un gesto de luz antes del apagón, una línea abierta al misterio. Un epitafio involuntario que resume toda su poesía: la nostalgia, la claridad, la infancia como patria. Un testamento sin firma. Un poema en suspensión. Un discurso nunca leído, como si aún esperara su lugar en la historia.
Que ahora la Academia rectifique no borra el agravio, pero sí lo suaviza. Y sobre todo, nos invita a mirar de nuevo a un hombre que fue, como pocos, fiel a sí mismo y a su tiempo. Machado nunca se creyó sabio, ni maestro, ni oráculo. Se sabía poeta. Y eso le bastaba.
«¿Mi política? No sé… Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno», escribió. Era su manera de declarar principios. No militaba en dogmas, pero sí en una ética profunda, en una compasión que brotaba sin alarde. Fue republicano, sí. Pero antes fue un hombre decente, de esos que hacen falta en todas las repúblicas del mundo.
Hoy que las Humanidades tambalean, que la poesía se arrincona entre cifras y algoritmos, recordar a Machado no es un acto nostálgico, sino de resistencia. En tiempos de ruido, su palabra clara sigue siendo un refugio. En días de prisa, sus versos aún piden pausa. En medio de la superficialidad, su profundidad nos recuerda que la belleza no es adorno, sino forma de verdad.
Quizá por eso, este reconocimiento tardío tenga el valor de lo que llega sin aspavientos pero con justicia. Porque nombrar a Antonio Machado académico, aunque sea ahora y a destiempo, no es un homenaje a un poeta del pasado, sino un acto de fe en el porvenir.
Y es que, como él mismo escribió: «El ojo que ves no es/ojo porque tú lo veas;/es ojo porque te ve.»
Hoy es Machado quien nos ve. Y acaso, desde esos días azules, sonría en silencio, como quien por fin regresa a casa.
*Javier Castejón es médico y escritor. Miembro del grupo literario Letraheridos de Hospital de Granada)
La vocación poética, incluso al final, cuando ya nada se espera. De aquella generación, y de otras que vendrían posteriormente, aún deberíamos seguir aprendiendo. Magnífico artículo.
Campos de castilla es una obra genial de este gran escritor. Buen artículo.
Buena semblanza de uno de los grandes de las letras españolas
el ojo que ves no es ojo porque lo veas, sino porque te ve…. qué grande era el sevillano!!!!…
enhorabuena al autor
Q bonito artículo ,este genio sevillano artista un lujo sus escrituras nunca dejarán de perder interés lo bueno siempre bueno, enhorabuena al autor me encanta