RAFAEL FRAGUAS
Hacia el mundo, es preciso gritar de viva voz ¡alto a la furia asesina en Palestina! E, intramuros, erradicar del todo la histeria local de la vida política española
Alto a la furia genocida. Ojalá esta pasión criminal abandone definitivamente la escena geopolítica mundial. Allende, en el confín doliente del Mediterráneo palestino, la furia infanticida, homicida y genocida escala histéricamente de manera aterradora. El vértice de todas las reivindicaciones a desplegar hoy lo ocupa la absoluta necesidad de denunciar y contribuir a detener la pavorosa actualidad que nos sitúa en Palestina: el número de niños asesinados bajo las bombas ocuparía más de 15 hectáreas, 15 campos de fútbol, cada uno de ellos con 400 infantes ateridos de miedo, la fresca piel quemada irreversiblemente por el fósforo blanco, sus miradas desorbitadas por el dolor y el pánico, sus órganos despedazados, sus vidas invivibles y truncadas para siempre.
Es necesario insistir al Gobierno de España para que agite a la gélida Europa y también al arrogante aliado estadounidense, para que deje de ser cómplice del Gobierno israelí en la ONU y exija el alto el fuego inmediato en Palestina; que detenga la criminal sinfonía de sangre y destrucción histéricamente perpetrada por la aviación y la artillería de las Fuerzas Armadas de Israel contra la población civil, sobre todo infantil. Nunca terrorismo alguno puede combatirse con terrorismo de Estado.
Por cierto, algún día el alcalde y la presidenta de la Comunidad de Madrid tendrán que explicar a la ciudadanía en base a qué, en pleno bombardeo infanticida israelí sobre dos millones de pobladores de Gaza, decidieron galardonar a Israel con la principal medalla madrileña o avalar sus actos. Eso no se hizo en mi nombre, ni en el de millones de madrileñas y madrileños que no les permitirían, de ninguna manera, hacer eso en tal momento.
La furia, en España, ha adquirido desde luego otro alcance. Pero de medrar sus efectos desestabilizantes, podría desencadenar una confrontación de la cual sus instigadores políticos, mediáticos e institucionales han de saber que contraerán una responsabilidad histórica imborrable. Por fortuna, la crispación ha bajado de tono.
De la rabia cegadora de quienes por estos lares, cercaron con fuego de contenedores las sedes socialistas, se ha pasado al rezo de rosarios ante las puertas a la calle. Algo hemos avanzado. Pero conviene no pensar aún en que la histeria furiosa nos ha abandonado de forma definitiva. Personalidades con comportamientos furibundos e histéricos siguen poblando la escena: no hay más que encender la radio, la televisión, ojear algunos periódicos o consultar ciertas redes para verlas reaparecer, como un siniestro rittornello.
Aunque da la impresión de que aquí hemos recuperado cierta posibilidad de que se haga política de manera racional, sin aspavientos. Es hora de que quienes más vociferaban nos digan qué piensan hacer con España o mejor, que se callen, para que quienes tienen algo que decir y sobre todo, que hacer, lo digan y lo hagan. Y la tarea a emprender aquí es ardua. Vamos a verlo.
Tareas internas
En el terreno interno, la primordial tarea consiste en despolarizar la política, señaladamente en el terreno del lenguaje, mediante el abandono de los adjetivos empleados en la escena pública como hirientes flechas en forma de insultos, imprecaciones y ofensas. Atacar de manera grosera a cualquier persona resulta inadmisible, máxime si esa persona representa políticamente a miles de otras personas que le dieron su voto en las urnas. Quien así procede con el insulto a flor de labios, se degrada a si mismo degradando a su comunidad y a su nación. Insultar en la vida pública o en letra impresa al presidente del Gobierno, al jefe de la oposición, a dirigentes políticos o institucionales debiera ser punible. Si, punible. A ver si los tan justicieros jueces toman nota. Una cosa es criticar, verbo necesario en toda democracia; y otra, bien distinta, imprecar groseramente como viene haciéndose con una continuidad insufrible y por doquier, que debilita la imagen de España y de su clase política y de su ciudadanía.
Será preciso en el lenguaje político y parlamentario regresar a los sustantivos, que informan sin valorar, para luego cada cual adjetivarlos sin aquel plus de saña que impregnaba la punta de la flecha del vocablo envenenado, tóxico. En esta lid, la clase política debe dar ejemplo y asumir una pedagogía ejemplarizante. Concretamente, en Madrid estamos hartos de que las autoridades regionales y municipales se hayan olvidado de la ciudad y la región para dedicarse un día sí y otro también a encontrar descalificaciones contra el Gobierno, los ministros o todo aquel que no comparta sus dicterios y frivolidades. Que se preocupen de los problemas madrileños, que para eso les pagamos –a veces desaforadamente-, y dejen de gallear, imprecar e insultar a borbotones.
Otra de las importantes tareas consiste en dar un aldabonazo para llamar al patriotismo verdadero, no el de quien se escuda en una banderita en la muñeca o un lacito en el coche para mantener su conducta egoísta y asocial; sino, más bien, al que invoca la necesidad de que las cosas funcionen para vivir todos mejor, mediante el compromiso social de trabajar y comportarse pensando en el bien común. Es necesario respetar el espacio público, la esfera social, la vida de los demás sin confrontarla con la propia, entendidas ambas como dos segmentos continuos, no antagónicos, de una misma línea de colaboración, bienestar y deportividad democrática. Las decisiones políticas deben ver agilizada su aplicación. Y las privadas, también.
Quienes dependen de una gestión administrativa estatal, regional o municipal para organizar sus vidas, salarios, seguros, recetas, citas médicas, matrículas escolares… no pueden esperar a que quien les atiende tras una ventanilla demore una hora larga su desayuno mientras los integrantes de la cola formada en tal ausencia continúan alargándola de manera indefinida. Las pérdidas de tiempo son así exponenciales. Los bancos deben abandonar esos tratos arrogantes hacia la gente en general, y la de edad en particular, que les hace olvidar que son los gestores, no los propietarios, del dinero ajeno, nuestro.
En la esfera privada, un taller de automóviles no puede desproveer durante tres meses de su vehículo averiado al propietario porque “la pieza hay que traerla de Barcelona” y no llega. Un programador de televisión no puede guiarse por lo fácil al impregnar de muerte, armas, secuestros y estupros las películas que elige para ser difundidas, en vez de esmerarse en satisfacer el ocio de los telespectadores con alternativas ricas en contenidos culturales diversos. Estas cosas no son de recibo. Y deben acabar, como deben concluir las ocupaciones de las vías públicas por bares y tabernas que impiden el libre tránsito para que tal municipio recaude más y luego lo dilapide en obras innecesarias o emolumentos millonarios pro domo sua.
Recobrar conciencia y participación
En el plano individual, hemos de recobrar la conciencia ciudadana perdida, mediante la participación en la vida política estatal, regional y municipal. Nos hartamos de exigir, criticar y abominar de políticos, sindicatos e instituciones mientras no somos capaces de dedicar apenas media hora al mes en pensar, conversar o intentar resolver, junto con nuestros semejantes, vecinos, colegas o conciudadanos, los problemas que nos acucian en la esfera doméstica, vecinal o laboral. Muy pocos conocen en las grandes ciudades el nombre del concejal de su distrito. O el del diputado o senador al que eligieron con su voto. Esto implica un descontrol innegable de la gestión de la vida pública y del curso de nuestros impuestos. Así, los administradores campan por sus fueros y cuando cometen barrabasadas, ya tantas, nadie puede impedirlas.
En el plano mediático, hemos de exigir a los medios, públicos y privados, en papel y en la red, sobre todo a sus comentaristas y tertulianos que, si informan, digan la verdad sustantiva y se dejen de adjetivarla con la furia y la rabia por banderas. Y decirles que no pueden confundir premeditadamente la información política, que ha de ser neutral, objetiva, pensada en satisfacer el interés general, con la legítima política informativa de cada medio, con la capacidad de jerarquizar sus contenidos y opinar libremente. No pueden seguir mixtificando información y opinión como vienen haciendo sin recato alguno.
La responsabilidad social de la Prensa y de los medios en general es uno de los tesoros con los que debe contar toda democracia, porque garantiza el derecho a la información que da sentido a la libertad de expresión, patrimonio de todos, libertad esta que no tiene nada que ver con la ofensa, la afrenta, el linchamiento o la insidia, desdichadamente tan en boga en tantos medios. Tenemos un país en paz social, donde aún es posible pasear sin temor a que un desalmado, o muchos desalmados juntos, te vuelen la cabeza. Sea la palabra vehículo de concordia. Y de persuasión mutua. Hay distintas maneras de amar a España, sin duda, y es más necesario que nunca adaptarlas para facilitar un convivir grato.
Hacia el mundo, es preciso gritar de viva voz ¡alto a la furia asesina en Palestina! E, intramuros, erradicar del todo la histeria local de la vida política española. Si aquí la política se remansa y entre todos conseguimos recuperar el sentido común perdido, las gentes de buena voluntad de la derecha y de la izquierda podrán compartir una misma idea y hacer fuerza común para verla aplicada: exigir al Gobierno, a la Corona, a las instituciones, que desplieguen cuantos medios y gestiones estén a su alcance y al de sus aliados para detener el inhumano designio criminal que bombardea las acosadas cunas de miles de infantes que jamás despertarán. Solo después, todo lo demás podrá ser acometido.