Hay días que se graban a fuego en la memoria de un pueblo. El martes 10 de Junio de 2025 será, sin dudas, uno de ellos.
La historia argentina cerró con estruendo un capítulo de más de dos décadas: el imperio kirchnerista, aquel que nació en 2003 bajo el frío de Santa Cruz y la sonrisa desconfiada de Néstor Kirchner, ha caído finalmente con la condena a prisión e inhabilitación perpetua de su heredera, Cristina Fernández de Kirchner.
Es difícil no sentir una mezcla de vértigo, alivio y tristeza al escribir estas líneas. Vértigo por el final de una era que moldeó como pocas otras el presente del país. Alivio, por la certeza judicial que confirma lo que durante años fue sospecha popular. Y tristeza, no por la caída, sino por las ruinas que deja.
El fallo no es solo una sentencia.
Es la cristalización de una década de investigaciones, de testimonios, de informes técnicos, de fiscales que no se rindieron y de peritos que desmenuzaron un esquema de corrupción monumental, con epicentro en la obra pública vial.
El nombre de Lázaro Báez –empresario devenido en símbolo de privilegios, favores y millones– será recordado como el engranaje principal de una maquinaria engrasada con fondos del Estado y vínculos personales.
Diez años, cuatro instancias judiciales y un desfile de pruebas más que elocuentes culminan en este punto final. Y aunque algunos insistan en denunciar lawfare o en gritar proscripción, los datos y los fallos están ahí, desnudos y contundentes.
Tal vez esta condena también sea un tributo silencioso a Jorge Lanata, quien con obstinación y coraje expuso durante años la podredumbre que se escondía tras los discursos épicos.
Lanata murió sin ver el desenlace, pero su sombra sigue presente, como la de quien planta un árbol sabiendo que otros se sentarán bajo su sombra.
Sin embargo, conviene una advertencia honesta: muy pocos pueden hablar con certeza sobre el expediente. Los detalles técnicos, los informes de ingeniería, los vericuetos del derecho administrativo y penal exigen un saber específico que excede a la mayoría.
Las opiniones, en su mayoría, son instintivas y emocionales. Y aun así, hay una verdad extendida y compartida: Cristina robó. No importa el cómo ni el cuánto. El pueblo ya la ha juzgado en su fuero más íntimo.
En este contexto, la condena representa un alivio para gran parte del pueblo argentino: le entrega la certeza jurídica que tanto tiempo se aguardó, y con ella, la posibilidad de enterrar políticamente a una Cristina Kirchner ya debilitada.
Y cuya figura ya parecía reducida a la sombra que recorre el tercer cordón del conurbano bonaerense —el distrito más poblado del país, marcado por la desigualdad estructural y crecientes dificultades sociales—, un territorio donde aún conserva adhesiones, pero que también revela los límites de su presente.
Algunos sectores, con tono alarmista, intentan revestir su situación con una épica de proscripción, evocando los casos de Juan Domingo Perón o, más recientemente, el de Lula da Silva en Brasil.
Pero las comparaciones, por más forzadas que se repitan, no resisten el análisis. Cristina Fernández de Kirchner, desde hoy, es una figura política sin futuro. Un cadáver político.
Las razones son múltiples y contundentes. La primera y más evidente: ha sido inhabilitada de forma perpetua para ejercer cargos públicos. Esa decisión, sólida en lo jurídico, resulta prácticamente irreversible.
La segunda: aunque siempre retuvo un suelo electoral duro, estimado en torno al 20%, jamás logró romper su techo de rechazo, tan sólido como persistente. Su figura divide más de lo que suma.
La tercera razón: tiene 72 años, y enfrenta al menos seis años de prisión domiciliaria, lo cual limita no solo su acción política, sino también sus recursos físicos y simbólicos para encabezar cualquier intento de resurrección.
Pensar en una épica del regreso se asemeja más a un acto de fe que a un análisis político. Solo el que se aferra al autoengaño o al mito puede creer que el kirchnerismo, tal como lo conocimos, no ha llegado a su fin. Para la mayoría, este es un final. Doloroso para algunos. Liberador para otros. Pero final al fin.
Para el peronismo, esta caída puede ser un alivio. La figura de Cristina, aunque potente, también era un ancla que impedía crecer. Sin ella, el movimiento tiene una oportunidad de renovación. La disputa entre los leales a su memoria y los que prefieren mirar hacia adelante será inevitable. Pero solo estos últimos podrán construir algo nuevo. Apoyar públicamente a una dirigente condenada parece ser un lastre más que un activo político.
Para el Gobierno actual, la condena es una victoria ajena que cosecha sin haber sembrado. Es, al mismo tiempo, una bendición incómoda: no la provocaron, no la gestionaron, pero deberán lidiar con sus consecuencias políticas.
Es inevitable una reacción rápida y estridente por parte del sindicalismo, del peronismo golpeado y de una porción de la sociedad aún sensible al golpe. Las elecciones de octubre están cerca, y el impacto electoral puede ser incierto.
Cristina ha sido finalmente derrotada: por el tiempo, por la justicia y, sobre todo, por sus propios excesos. Y aunque el juicio de la historia despierte emociones diversas, lo que sigue ahora es un duelo necesario.
No solo para sus seguidores, sino para todos. Porque fue dos veces presidenta. Porque muchos la aplaudieron, la defendieron, la creyeron. Y porque asumir el error, aunque duela, es parte de cerrar el ciclo.
Hoy comienza el trabajo más difícil: entender cómo y por qué llegamos hasta acá. Hacer memoria, sin venganza pero con verdad. Y cuando el luto cese, cuando el polvo se asiente, tal vez podamos por fin enterrar este ciclo oscuro, no solo en los libros de historia, sino también en lo profundo de nuestra conciencia colectiva.