Lecciones de la infancia

17 de septiembre de 2023
6 minutos de lectura
La brillante respuesta infantil distingue claramente entre lo natural y lo convencional; lo imprescindible y lo aleatorio.
Niños jugando. | LE

Adulto: –Niño, ¿qué vas a ser de mayor?

Niño: –Más alto.

La brillante respuesta infantil distingue claramente entre lo natural y lo convencional; lo imprescindible y lo aleatorio. Tal fue el viejo dilema tratado ya por los pensadores de la inmortal Grecia. En la política española, hoy, cabe preguntarse qué es lo sustantivo y qué lo adjetivo; qué es lo que sobra y qué hay que mantener. Lo que en todo caso sobra es la mentira. No es posible decir una cosa simultáneamente a su contraria; no es posible jalear oposición vociferante en la calle al mismo tiempo que se aguarda a ser investido jefe de Gobierno; no es admisible decir que se quiere dialogar con alguien y denunciar como traición el deseo de tu rival de hacer lo mismo. Este tipo de manías permanece incrustado en las prácticas de determinados personajes, a sabiendas de que el no-poder corrompe más todavía que el poder en sí mismo, en frase del correoso Giulio Andreotti evocando el famoso aserto de lord Acton: “el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”.

En la cultura persa, cuando un interlocutor parlamentario miente y admite que su contraparte lo sabe, aquel se percata de que puede mentir indefinidamente. A tal práctica la denominan ketman. Algo así sucede en nuestros lares políticos y parlamentarios. Cuando se trata de florituras en pomposos discursos fatuos, la cosa no parece grave. Pero cuando se miente con efectos intencionadamente perversos y dañinos sobre la tranquilidad, el ánimo, el futuro sereno de un país, de una sociedad o una nación, la mentira cobra una gravedad inquietante. ¿A qué viene persistir en el mantra de que España se rompe por dialogar, conversar y ceder en lo que resulte ser naturalmente beneficioso para cohonestar intereses contrapuestos propios de sociedades complejas y avanzadas? ¿Se trata de incitar e instigar subrepticiamente respuestas armadas cuando los dogmas propios, por irracionales, no resultan fiables ni viables? ¿Qué tipo de irresponsables agita ese espantajo? España se rompería fatalmente si la intolerancia, el fanatismo y la inflexibilidad de los nacionalismos excluyentes, en clave españolista o catalanista, se adueñaran de la escena política y social tan asfixiantemente como para impedir la viabilidad de la política; política que es acuerdo, búsqueda de consenso, dinámica comprensiva y empática frente al monolitismo metafísico de los dogmas unitarios o segregantes.

Pluralidad de ida y vuelta

España es un país plural: ¿cuántos siglos más han de transcurrir hasta que los poncios más incompetentes e ignorantes en escena se percaten de esta evidencia? Otra evidencia nos muestra que los logros de España, cuando se ha actuado conjugadamente, han mostrado más progresos que en la desunión. Pero la nuestra se trata de una pluralidad de ida y vuelta, no se nos olvide y vaya a pensarse que esa diversidad solo debe entenderse en un solo sentido. Centro y periferia son diversos, su pluralidad mutua es un hecho. Gestionarla políticamente, desde ambas casillas del campo de juego, es un álgebra muy compleja; pero es posible administrarla con desenvoltura si el crispante coro instalado en determinados ámbitos partidarios y mediáticos no distrae hacia su fatigoso acallamiento las energías necesarias para tramitar las demandas plurales –y mutuas– que surgen en toda sociedad política plural digna de tal nombre, como la nuestra.

Para lograrlo, precedidos siempre por la escucha, se precisará de antídotos desde la cortesía hasta la disculpa contra los efectos provocados por percepciones dolorosas del trato recíproco recibido de la otra parte. Será preciso acallar el coro bufador, fatuo e irresponsable y enfrentarse al habitual victimismo, yendo al origen de algunas percepciones torcidas de la realidad. Y para ello, rescatar la historia del origen real de los conflictos y desavenencias será tarea imprescindible.

Conseguir este objetivo será imposible si no se recupera la memoria, llave natural, no convencional, para despejar la incertidumbre que está en el origen del desconcierto y la polarización reinantes. Mas la memoria, cuyo desvelamiento cuenta ya con dos leyes importantes de nuevo cuño instadas por los partidos de progreso, se ve obstaculizado aún en su rescate por una ley estatal de Secretos Oficiales, para más señas, preconstitucional, que admite la existencia de secretos eternos: no prescribe plazo alguno de desclasificación. Algo insólito, por antidemocrático, que denota la pretensión de los poderes tradicionales de siempre por mantener a los españoles en una minoría de edad indigna y perpetua, para facilitar así su perpetua manipulación. El secreto de Estado, que tanta ignorancia genera, podría ser un síntoma de la existencia de un Estado secreto incompatible con la democracia.

Será exigido, como primer paso entre otras medidas como la modificación de la injusta ley electoral, acabar con esa ley de la perpetua secrecía y ceñir el secreto a su obvia necesidad técnica, en ningún caso destinado a hundirnos en la inopia más ignorante para allanar el camino a la sumisión y al imperio del simplismo, puerta de entrada a casi todos los conflictos que padecemos. El simplismo político, expresión suprema de incultura política, está en el origen de la polarización que tanto nos desgarra y enemista. Afecta transversalmente a gran parte de la sociedad española. No hay soluciones simples a las cuestiones complejas. Y España es una realidad enormemente compleja, que requiere un delicado tacto y un quehacer político más fructífero cuantos más hombros se arrimen en la tarea. En esta padagogía antisimplista, intelectuales y educadores tienen mucho trabajo por delante.

Mitos mutuos

Los conflictos territoriales en la península ibérica se remontan a la Baja Edad Media y la unidad inquebrantable de España ha sido un anhelo más que una realidad: nunca Isabel de Castilla aceptó la fusión con Aragón. Nunca. Sin embargo, alardeamos de haber sido el primer Estado Moderno. Tampoco Cataluña fue nunca un reino aparte. Nunca. Los procesos sociopolíticos desencadenados por la Revolución Francesa, trufados asimismo por un entonces liberalismo emancipador, hoy tan degradado, resaltaron lo nacional-unitario frente a lo regional-fragmentario. Los Estados nacionales, a veces a costa de dolorosas exclusiones y no pocas maldades, se erigieron en las formas políticas hegemónicas más extendidas, para asumir el carácter de interlocutores internos y externos de sociedades plurales.

Empero, surgió una tercera vía, que superaba dialécticamente la férrea confrontación descrita: el internacionalismo. Los nexos entre seres humanos superan las barreras geográficas, nacionales, culturales y lingüísticas; crean un ecosistema mundial en sintonía con la pluralidad unificada del Universo. Es preciso trascender ya la exacerbación de los nacionalismos excluyentes, sea en este caso el catalán o el español, el ruso o el ucraniano, el de cuño asiático o el de troquel occidental. Toda forma de xenofobia, sobra. Será necesario abordar el futuro político de esta nación de naciones con el espíritu con el que lo abordaron aquellos primeros internacionalistas. Toda relación no tiene por qué implicar una causalidad en la escena mundial, tampoco en la española. La relación política entre sujetos, comunidades y naciones diferentes no tiene por qué llevar acarreada una hegemonía. Coexistir es posible, justo y necesario en un plano de igualdad; convivir, también.

Solo así, trascendiendo las fronteras, que son ciertamente muchas –como muchos más son los vínculos interhumanos–, podremos encarar, como Estado, como Humanidad, como ecúmene, un futuro donde los retos deben trascender las rencillas intergrupales basadas en erróneas percepciones sobre los otros. Solo así, también, podremos desterrar tanto recelo preventivo, desencadenante de tantas guerras, para pasar a concentrarnos aplicadamente en vencer los verdaderos desafíos –microcósmicos, las pandemias y antrópico-macrocósmicos, el cambio climático–, que ponen en serio peligro no solo la convivencia en España sino también la perpetuación de la estirpe humana sobre nuestro dolorido Planeta.

Acuerdo, empatía, tacto y consenso, forman parte de la naturaleza sustantiva de la política; mentira, corrupción, rencor, son los elementos adjetivos, prescindibles y rechazables. Sigamos el pensamiento transparente del niño al que se preguntó sobre qué iba a ser de mayor. Crezcamos en el conocimiento y la comprensión mutua primero y todo lo demás, con certeza, vendrá facilitado para ser consensuado por añadidura.

RAFAEL FRAGUAS

Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid.

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