Hoy: 23 de noviembre de 2024
Josefina aparecía siempre vestida de freila: ropa oscura y larga, rostro sin asomo de maquillaje y una pequeña cruz de madera sobre el pecho:
-Me llamo Josefina Arroyo, escribo versos y soy una alcohólica rehabilitada.
Sus rasgos provenían de Santiago del Estero, del Chaco o de Tucumán y en su forma de hablar le silbaban las palabras entre los dientes. Pero Josefina conocía y trataba a la cultura más distinguida de Buenos Aires. Una tarde llegó a mi casa para pedirme que diera una conferencia sobre Borges en uno de los muchos bares (boliches se llaman allí) que ella manejaba para llevar gente y que en ellos consumiera. Pequeñas ventajas económicas supongo yo que Josefina alcanzaría.
El boliche elegido, con escaso tablado y sillas bien dispuestas junto a mesitas pequeñas, estaba casi enfrente del piso donde Borges vivió. Allí solía ir el poeta en cuya mesa no se sentaba nadie más que él. Josefina llegó hasta mi altura acompañada de una mujer bajita, con cabello ceniciento de seda lisa y una boca de coral que apenas si se abría:
-Es María Kodama, que viene a escucharte.
Desde hace mucho tiempo estoy acostumbrado a hablar en público con la atrevida seguridad del que cree saber. Pero esa tarde me llené de rubores delante de una mujer que conocía al más lúcido, irónico y admirado conferenciante porteño, como ninguno de los que allí estábamos. Se lo hice saber y María Kodama con humildad japonesa y algo estremecida, creo, por mi atrevimiento, se dejó besar dejándome su confianza.
Nos hicimos amigos y hablamos muchas tardes en los famosos cafetines de Buenos Aires, de Borges –nunca en privado le llamó Jorge Luis ni Jorge a secas–, de su poesía, de sus cuentos, de su humor, de su acritud tan dulce. Me distinguió María con secretillos familiares, compartió conmigo el pretendido abuso de algunos editores… En una de esas tardes, quiso regalarme un libro con las obras completas de su esposo, dedicado por ella: “Para ti, desde Borges, eterno como el mar y como el aire”…
A los orientales les pasa como a las monjas, que es muy difícil calcular su edad. Pero Kodama ha muerto joven donde solía vivir, en su piso antiguo cercano a la avenida Santa Fe, caminando de puntillas, como una bailarina que se deslizara entre sombras. La última vez que nos vimos, ya con más confianza, le pregunté si Borges le había escrito, sólo para ella, algún poema. Y se sonrío como quien esconde un tesoro que a nadie pertenece.
Con ochenta y seis años se ha ido María Kodama, pareciendo una chiquilla. Josefina, como el ángel que fue, seguirá moviendo sus alas por los boliches de la ciudad más bella de América, Buenos Aires, eterna también, como Borges, como el mar, como el aire.