Ana, Jorge y José, ganadores del infierno

19 de noviembre de 2025
12 minutos de lectura

“La virtud más fuerte es la justicia; y la más débil, la fe ciega.”
— Séneca

Resumen analítico (sinopsis)

Esta intensa denuncia moralista, titulada Ana, Jorge y José Ganadores del Infierno (I), aborda la destrucción integral del hogar y la psique de un esposo ingenuo a manos de su mujer, Ana (descrita como una figura psicopática, narcisista y ninfómana), y sus dos cómplices, Jorge y José. La tesis central sostiene que este trío ha perpetrado un «asesinato moral» mediante el engaño, la infamia y la perversión, ganándose con sus actos la certeza de la condena. El desarrollo argumental detalla el uso del matrimonio como fachada y el maltrato sistemático del cónyuge. La narrativa introduce conceptos científicos (Telegonía y Microquimerismo) para explicar el carácter maligno del hijo varón, elevando el daño a una dimensión biológica. El clímax emocional se alcanza con el colapso del esposo y la visión del Juicio Final Divino, donde la sentencia de los «Ganadores del Infierno» es inevitable e ineludible.

La historia de un hombre que creyó haber desposado a una mujer de moral intachable, una «santa» que le negaba la intimidad adrede y con desprecio, es, por desgracia, la historia de ingenuos. . Este caso expone una conducta no solo reprochable, sino sociopática, donde el daño al cónyuge se convierte en el cimiento de una vida clandestina.

Un esposo ingenuo y una esposa inmoral

El esposo, un hombre joven que había llegado virgen al matrimonio, era en realidad un ingenuo. Ana era una estafa, una mujer que se presentaba como un dechado de virtudes. Sin embargo, el amor que este ingenuo y estafado marido sentía hacia su esposa le impedía captar la esencia malvada, promiscua, lujuriosa y narcisista de su mujer. Él nunca concibió ni jamás le pasó por su mente la idea de que Ana fuera una mujer infiel, adúltera, promiscua y ninfómana. Él era un hombre huérfano que no tuvo familia y, por encima de todo, añoraba tener un hogar. Él, además, era un hombre que gozaba de respeto social, y ella lo utilizaba como una mampara para que la creyeran igualmente respetable y honorable. Mientras él lidiaba con inexplicables contaminaciones y enfermedades íntimas (que hoy se sabe eran un eco de la lujuriosa promiscuidad de su esposa, Ana), ella tejía una red de mentiras. Sus constantes viajes a Los Andes, donde la esperaba José, el locutor, y sus encuentros simultáneos con Jorge, el maestro, no eran más que un patrón de vida clandestino mantenido durante 32 años. Ana engaña a todos con todos, pues su ninfomanía encuentra satisfacción perversa en la infidelidad misma, un acto de deformación moral que socavaba la institución matrimonial.

El desprecio y la cama conyugal profanada

Ana, ninfómana en secreto, odia a su marido y le niega la intimidad. Ella lo despreciaba porque le daba la gana, para disminuirlo y hacerlo sentir mal, porque lo veía simple y llanamente como una cosa, no como una persona ni como un hijo de Dios. ¿Por qué? Porque venía con «el pozo lleno» (con su vagina repleta del esperma de sus amantes); no quería tener intimidad con su legítimo esposo, pues ya había sido saciada por otros. Siempre llegaba a la cama conyugal dilatada, abierta, usada, como un abismo en el que muchos tenían pase o ticket, pero no su esposo. Cuando el esposo le pedía intimidad, ella para evitar la sospecha porque lo había sometido a constantes ruegos, accedía solo para guardar apariencias. El marido, al tenerla, la encontraba ya dilatada, como si segundos antes hubiera estado con uno de sus dos machos. A Ana le gusta ser sodomizada en el sentido propio de la palabra, y disfruta de los canales no santos para tener intimidad, pervertida por estos dos hombres que ha tomado como sus amos. Ella es una esclava voluntaria y su sumisión es voluntaria porque lo disfruta de manera inmoral y enfermiza, a la usanza del habitante del infierno. Ella nunca respetó la cama conyugal ni el hogar. El esposo tenía que mendigar un abrazo. Sin embargo, ella jamás le abrió los brazos, sino que los cruzaba; el esposo, con humildad, la abrazaba solo para sentir que ella lo estaba abrazando, pues ella nunca correspondió el abrazo. Ella se alza encabritada como yegua salvaje parada en dos patas y como poseída por Asmodeo, violenta, y se cree lo mejor. En el fondo, Ana también es ingenua, pero de forma voluntaria, pues su sumisión reside en ser el eco de todo cuanto Jorge y José le dicen (o conversan en sus orgías) para dañar aún más a su marido. Se siente orgullosa de serle infiel a su marido para serle fiel a Jorge y para serle fiel a José, mientras le es infiel al uno con el otro y viceversa. Además, Jorge y José, cobardemente a espaldas del esposo, le alimentaban ese odio con mentiras sobre su marido, garantizando así tenerla siempre dispuesta para su lujuriosa vida.

La campaña de infamia y la falacia del desvío

La conducta de la mujer superó la simple infidelidad: se dedicó a socavar la reputación de su marido y su nombre a sus espaldas, incluso ante la familia donde él encontró cobijo en su orfandad, un mecanismo para justificar su propia falta ante terceros. Mientras el marido la defendía airadamente ante amigos que le advertían de sus andanzas, Ana demostraba su naturaleza de psicópata subclínica y mujer narcisista. Ella se enamoró del locutor (José) porque quería ser la única de sus fanáticas escuchas que pudiera «tirarse» a ese hombre, comportándose como una muchachita enamorada que desató su desafuero inmoral. Con el maestro (Jorge) la motivación fue igualmente perversa: se propuso quitarle ese hombre a las niñitas de 11 y 12 años con las que él estaba, demostrando una conquista posesiva con su grito de puta: «Ese hombre es mío». Ella no podía permitir que las alumnas de quinto y sexto grado se enamoraran de Jorge, sintiendo que tenía el derecho exclusivo a ser la única en seducirlo —ella siempre de ofrecida y facilonga—. Su conducta perversa, agresiva y desconsiderada no solo era dictada por Jorge y José, sino que la maldad encubierta la describe, y por ello, se sentía justificada al hacerlo. Ella es como una plaga moral, cuya única función es destruir el núcleo del hogar que su esposo siempre añoró tener; un ser cuya mente no contiene santidad. Nunca trató a su marido como persona; para ella, él era solo un bobo, un idiota, un estúpido, una cosa a la que podía deshonrar y manipular sin remordimiento. A ella no le importó nada destruir el matrimonio e irrespetar a los hijos de su matrimonio. Cuando el esposo le reclamaba sus conductas, ella arremetía con la falacia del desvío, inventando calumnias y devolviéndolas para disminuirlo y destruirlo personalmente. Si él la señalaba como promiscua o ninfómana, ella le devolvía acusaciones similares, falsas. El esposo, ya ex-marido, o como lo fue durante el matrimonio, siempre recibió de ella un comportamiento insano, de maldad desproporcionada y completamente infame.

Disfraz de santidad y corrección

Mientras esto ocurría, Ana preparaba todo el escenario: hablaba mal de él incluso con la propia familia donde él encontró cobijo, creando infamia. Su objetivo: que a la hora de descubrirse su adulterio, la propia familia del esposo la creyera a ella inocente y justificada. Ella era la demonia de la infamia, dedicando su poder a destruir su hogar, encarnando a la mujer necia de la que habla la Biblia en Proverbios 14:1 («La mujer sabia edifica su casa; Mas la necia con sus manos la derriba»). cree haber engañado a Dios. La gélida indiferencia, el maltrato, los insultos y los constantes ruegos del esposo contrastan con la pasión secreta que profesaba a sus amantes. La familia de ella, y desde luego la familia donde él halló amparo, creen que Ana es buena, honesta, correcta y decente; ¡cómo van a decir algo contrario de esa muchacha tan pacífica, tan sana en apariencia! Quien ve a Ana en su fisionomía externa cualquiera cree que no quiebra un plato, pero quiebra la vajilla completa; jamás nadie sospecha que es así porque lo hace de bajo perfil, es decir, es engañosísima. Se disfraza de santidad, lee la Biblia y, después de todo el pecado, se ha «convertido al evangelio», engañando a sus pastores y a la gente de su iglesia. Su verdadero espíritu es otro: es adoradora de Asmodeo, un demonio perverso. Su mente, hábil, sagaz y seductora, es fiel al príncipe de la lujuria, poseída por una terrible lascivia exacerbada que la dirige al adulterio y a la venganza, encontrando placer en la morbosidad y en la ruptura de los lazos familiares. La perversidad se extendía incluso a la economía del hogar: al esposo se le perdían joyas y dinero, y él solo puede presumir que era Ana, para dárselo a sus amantes. Ella prioriza a los hombres extraños, encontrando una «satisfacción demoníaca» en el adulterio.

El colapso del mártir y la quimera del vástago

Finalmente, cuando la demoníaca infidelidad se hizo tan evidente, ella se fue a dormir al mueble de la sala. Ya no quiso seguir fingiendo decencia o compostura; se quitó la máscara; ya no le lavaba la ropa ni lo atendía, y la comida a su esposo se la tiraba literalmente en la mesa. El hombre colapsa: sufre una grave enfermedad en las piernas, lo que lo hace caer, está prácticamente ciego y llora todo el tiempo sin encontrar consuelo porque, en el fondo, siempre amó a su mujer y nunca quiso divorciarse. Sin embargo, la decisión de separarse estaba justificada. Él tenía que apartar de sí a esa mujer, pues la Biblia permite el divorcio en estos casos: Mateo 19:9 dice: «Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación [infidelidad]…». El clímax de esta tragedia reside en el hijo varón, que, a pesar de tener un parecido físico con el esposo (fenotipo similar al padre, genotipo no), ha resultado ser una verdadera quimera que albergaba resentimiento, maldad, y hasta intentos de envenenamiento contra su propio padre.

Telegonía, microquimerismo y la legión de Ana

Es en este punto donde la ciencia de la telegonía y el microquimerismo ofrecen una explicación. El semen se absorbe por las paredes vaginales, incorporando ADN masculino ajeno al organismo femenino en forma de células que pueden permanecer en el cuerpo, incluso en el cerebro, por décadas. Este material genético independiente, esta carga genética, alienta la dolorosa hipótesis del esposo: su hijo, más que un vástago, es una suerte de Frankenstein, hechura de restos de muchos otros hombres. Esa combinación se debe a los múltiples «amiguitos» que tuvo Ana, resultando en ese muchacho. El hijo de la pareja es una aterradora combinación de ADN, pues Ana, fácilonga y mentirosa, engaña a Jorge con José, y a José con Jorge (y otros), demostrando que su corazón no es limpio sino un malvado disfraz. El esposo, además, sabe que Jorge tiene un hijo varón y José también tiene un hijo varón; un detalle que agrava su pena al ver en su propio hijo la manifestación del carácter y la maldad de los vástagos genéticos de sus destructores. Ana se siente orgullosa de los hijos de Jorge y de los hijos de José mientras ofende al hombre, objeto de tanta maldad. La mujer, por su parte, se ha transformado. La presencia de diversas células «de machos» en su cerebro y organismo ha metamorfoseado su personalidad: «ya ella no es ella», sino una «legión» o «ser amorfo» que actúa bajo el influjo maligno de los diversos ADN que absorbió.

El deseo de muerte y la hipocresía del trío

Resulta insoportable la hipocresía de este trío. Ana, Jorge y José se creen personas correctas, inmaculadas, impolutas, éticas y merecedores del cielo, pero su vida es de desorden y pecado. Han asesinado a un ser humano, aunque todavía esté vivo, pues le han causado tanto dolor que tuvo que resistir años de injusticias solo por anhelar tener un hogar. Cuando Ana se comunica con él, lo insulta constantemente diciéndole «infeliz», «tu infeliz vida», o «tu pobre vida», utilizando términos despectivos para aplastarlo más. Estos insultos son literalmente las palabras de Jorge y José puestas en la boca de ella para que se los escupa al marido en la cara, sin reconocer que esa pobre vida es la que ella le generó conjuntamente con sus cómplices, Jorge y José. Se han disfrazado de gente respetable, destruyendo a un hombre inocente a espaldas suyas, quitándole todo y obligándolo a mendigar una habitación, mientras ellos se mantienen limpios de culpa en su propia mente. Es la propia Ana, la líder, quien desea que él muera por una enfermedad o algo que, aunque parezca natural, fue provocado por el daño extremo que le causaron, para que ellos puedan vivir su vida lujuriosa y enfermiza sin tener que justificar ante nadie que el marido fue engañado. Es una pregunta sin respuesta si Jorge sabe que Ana está con José, o si José sabe que Ana está con Jorge, pero ¿qué les importa qué meretriz tienen o qué hetaira mantienen? Sus morales son tan reprochables que se sienten satisfechos con la mujer que se alternan; Ana se alterna entre uno y el otro, o cualquiera que le dé oportunidad, vienen y la visitan, se la cogen y se van.

La fractura del alma y el juicio final divino

Al final, la verdad ha fracturado el alma de este hombre, ya viejo y enfermo. Su expulsión del hogar por una conjura tramada entre su esposa y su amante Jorge, es el acto final de un despojo moral. Dos hombres ocultos le destruyeron la vida. Este hombre engañado se arrodilla y llora, y le pide a Dios que los tres (Ana, Jorge y José) tengan que pagar con el infierno. El marido se abruma porque los ve ardiendo en las llamas del infierno eternamente, como revelación de Dios. Su corazón, que todavía ama, llora por ella, pero ellos tendrán que pagar sus culpas y sus pecados porque le hicieron mucho daño a este hombre que nada les hizo y más bien son ellos quienes le deben a él. Destruyeron su matrimonio, su hogar y pervirtieron a su mujer. Aunque Ana fue partícipe, la responsabilidad de Jorge y José es alta, pero más alta es la de Ana, que no supo respetar su marido ni su matrimonio. El hombre ve estas visiones repetitivas no solo como un anhelo, sino como un mensaje de Dios de que al fin ellos pagarán para siempre por la eternidad. También implora a Dios que, por el daño causado, los hijos varones de Jorge y José paguen por la maldad ejercida contra el hombre que solo ofreció fidelidad.

Mensaje para José (el engaño telefónico):

José, tu acto de llamar al tálamo nupcial para hablar con Ana y que el esposo, en su candidez más profunda, te pasara el teléfono en mano, es la medida de tu descaro demoníaco y la prueba más infame de tu falta absoluta de alma.

Mensaje para Jorge (La intimidad sorprendida):

Jorge, la sorpresa de ser hallado en el salón muy íntimo con Ana, y la forma en que ambos se apartaron, solo revela la bajeza de tu espíritu, aprovechado por la inocencia e ingenuidad suprema de un hombre que jamás te habría considerado su enemigo.

Ecos fugados

Los nombres de la trinqueta de delincuentes de esta crónica (Ana, Jorge, José) son seudónimos cuyo propósito es garantizar que su clandestinidad y obscenidad sean juzgadas únicamente por Dios. Estos agresores hijos de Satanás han hecho un daño incalculable a un esposo inocente que nada les debe y nada les ha hecho, convirtiéndose en reos no solo del delito y pecado de adulterio, sino de todos los ilícitos cometidos en contra de este hombre, quien solo quería tener un hogar y una esposa bajo el diseño de Dios.
Los hombres solapados, Jorge y José, desconocidos por la víctima de esta crónica, se han ocultado cobardemente en la clandestinidad y el anonimato, configurando un claro agavillamiento y un concurso de delitos continuados tipificados en el ordenamiento penal cometidos en contra de este Señor, un hijo de Dios. A quien Ana ha deshonrado e irrespetado por más de 32 años y no tiene espíritu de enmienda porque ella no está contrita.

El presente relato se basa en el doloroso testimonio de hechos reales obtenidos a través de confidencias íntimas (fugas de información) surgidas directamente de los «ecos» del Camino Neocatecumenal, donde la vida de Ana y sus transgresiones quedaron expuestas. El relato evidencia que la fuerza de su vida ilícita ha sido más potente que el compromiso con la moral cristiana profesada en ese camino.

“El infierno está vacío y todos los demonios están aquí.”
— William Shakespeare

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