Cuando llega noviembre hay que echarse a temblar porque es el mes en que Franco se despidió de los españoles en una larga agonía. Zapatero, que entonces era un adolescente inquieto, le comunicó a sus amiguetes que prescindieran de él para juegos y dislates porque se iba a dedicar enteramente a compendiar la etapa de la dictadura y su vandalismo hasta alcanzar un tratado cumbre que cambiaría el sosiego de España para siempre: La Memoria Histórica.
Comparar su aportación intelectual y objetiva con la Historia de los Alumbrados del dieciséis, es como el que pretende medir a puñados el mar o a cuartillos el polvo de la tierra. Lo suyo es una tarea ingente y sobrecogedora que se cristalizó en la cordura de su presidencia inolvidable.
Hay que reformar urgentemente la Casa de Correos; destruir las iglesias por donde Franco y su señora rezaron en un atrevimiento; los palios e hisopos con agua bendita a la entrada de las catedrales… en fin, acabar con todo el recorrido de aquellos cuarenta años que en su mandato de Presidente democrático socialista tanto han resplandecido. Y echar abajo los pantanos que ya se ha puesto él de acuerdo con los catalanes para bebamos en familia el agua de Vichy.