“Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miseria a nombre de la libertad”, afirmó El Libertador, Simón Bolívar, en su profética carta escrita desde Guayaquil, fechada el 5 de agosto de 1829; desde entonces han transcurrido 196 años y el desequilibrio de poderes entre los americanos anglosajones del norte y nuestra América, la América Latina, no ha hecho sino profundizarse.
Como potencia global, Estados Unidos ha encontrado en las otrora colonias españolas y portuguesas su área de influencia geoestratégica por antonomasia, y con ella asegurándose prácticamente la hegemonía en el hemisferio occidental geográfico, situado al oeste del meridiano de Greenwich; es decir, el continente americano, además de la consecuente influencia en los océanos Atlántico y Pacífico.
Dada la reconfiguración de la correlación de fuerzas entre los ejes políticos Oriente-Occidente tras la derrota del globalismo occidental, la desindustrialización de sus polos productivos y el surgimiento de innovación tecnológico-industrial en los países de Oriente (Sur Global, BRICS+, etcétera) y con el añadido de que Rusia e India se decantaron por aliarse con China en favor de un mundo multipolar, Estados Unidos tensa la cuerda en el continente americano para contrarrestar la influencia regional que ya tienen Rusia, China, e Irán en Latinoamérica.
Con un pretexto nada creíble, pero al menos un relato que sirve más a la propaganda de Washington, ante sí mismo y ante el mundo entero, Estados Unidos emprende una cruzada contra el tráfico de drogas, y ha denominado a los cárteles que operan en suelo latinoamericano como organizaciones terroristas, lo que, de acuerdo su legislación unilateral (y neoimperial), le otorga la Autorización para el Uso de la Fuerza Militar (AUMF, 2001), conocida en EU como Public Law 17-40, cuya acta surgió tan sólo días después del 11 de septiembre de 2001.
Pese a contravenir los principios de Violación de Soberanía y No Intervención de la Carta de Naciones Unidas, parte clave de esta doctrina jurídica es que Estados Unidos puede intervenir, pese a que el Estado cuyo territorio recibirá los ataques sea “incapaz o no esté dispuesto” a suprimir la “amenaza terrorista”. Con el pretexto de la crisis de zombies por adicción al fentanilo en ciudades como Kensington, Philadelphia, y culpando a los cárteles de una situación provocada por la industria farmacéutica norteamericana y solapada por el gobierno de los Estados Unidos, Donald Trump escaló de las amenazas y la coerción político-económica al asedio militar en nuestra región, siendo Venezuela la punta del iceberg.
¿Por qué Venezuela? Porque tiene la mayor reserva de petróleo del mundo, a sólo 2 mil 400 km de la Florida y porque en búsqueda de respaldo internacional, el régimen de Caracas mantiene cooperación con potencias como China, Irán y Rusia, que invierten en Venezuela bajo la misma premisa: aprovechar sus recursos hidrocarburíferos, así como avanzar posiciones en el tablero geopolítico.
Si bien Chevron (EUA) tiene operaciones extractivas en territorio venezolano actualmente, para Donald Trump es clave contar con el control total del recurso, pues en este juego “suma cero” global, hacerse con ello implica, además, la pérdida del mismo para los BRICS+. No se trata de defender al gobierno de Nicolás Maduro, sino de resguardar la soberanía de América Latina ante la agresión neocolonial de Washington.
Por su interés reproducimos este artículo de Fadlala Akabani publicado en El Excelsior – La guerra asimétrica en las Américas