René y lo trascendente

12 de octubre de 2025
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¿Por qué los amores se acaban? ¿O se acaban simplemente porque nunca fueron amores?

Con diecisiete años bien entrados se le habían acumulado a René en su corazón, a medias de sentirse hombre, una serie de cuestiones trascendentales que él pensaba resolver cuanto antes porque de lo contrario no le permitirían evolucionar y, por tanto, no le dejarían vivir.

La hoja con la frase que don Alipio le había dedicado antes de morir, quedó consignada entre los aportes judiciales a la causa que se estaba investigando de una muerte en soledad y sin aparentes señales de que iba a producirse tan inesperadamente.

Cuando por fin acabaron los procedimientos y un mes antes de que el notario abriese el testamento de don Alipio, René tornó a casa de sus padres en la calle Poblaciones con el texto de la frase dándoles continuas vueltas en su cabeza:

-Si llegas tarde, no te vayas…

Por el camino de vuelta fue recordando la decisión que tomó con su familia de irse a vivir con don Alipio unos meses para que no se sintiera tan solo y, de paso, él también pudiese cambiar de aires que refrescasen adecuadamente sus cavilaciones.

-Meses llevo –se dijo–, sintiendo con dolor que mis padres ya no se quieren como al principio. Lo noto en la manera de cortar el pan, de servir el agua de las jarras, en la pobreza de nuestras conversaciones, en el desprecio de no saber mirarse como yo miro ahora a Isabel, igual que ellos debieron haberse mirado cuando se acechaban detrás de las esquinas, soslayando los deseos para cuando fuese posible ejecutarlos.

René comparaba ahora todos los amores con el suyo sin saber que él sólo estaba ensayando y que terminaría del mismo modo si pasara del ardor de los inicios a la quietud de la rutina.

A solas siguió preguntándose:

-¿Por qué los amores se acaban? ¿O se acaban simplemente porque nunca fueron amores?… A ver si va a resultar que la casa de los diamantes tiene un maleficio, un daño de sangre en las paredes… Pero no será eso –insistía René con su dolor a cuestas–, porque en las otras familias, en las otras casas no hubo diamantes y, sin embargo, brilla la monotonía del descontento, el laberinto del cansancio.

Con estas reflexiones y otras, René fue experimentando que aquello que nos parece trascendental y no resuelto, termina denunciando una incapacidad de no saber ir más allá de lo visible, como un ave que le han cortado las plumas y no puede volar, por más que sepa que el cielo es posible y que el viento le espera.

Las cuestiones trascendentales que tenía a René sobrecogido y a media luz por más que preguntara, eran, además, la insignificancia de unos frente a la importancia de otros; por qué no sabemos de los demás sino sus apariencias de las que, en ocasiones, ni siquiera es el otro responsable… Y más y más cuestiones que René seguía pensando para sí:

-¿Será verdad lo verdadero?. Por ejemplo, el señor cura nos dice que hay una sola religión verdadera, que es la nuestra… todavía es una sombra Jesucristo para mí, y yo creo que para el señor cura también, lo que pasa es que él sabe latín y disimula. Juntándome con muchos –concluía René su solitario monólogo–, a lo mejor podemos encontrar al Jesucristo que algunos tienen encarcelado en su miedo de darlo a conocer del todo.

En este complejo atrevimiento René se detuvo porque, creyendo resolver esta trascendencia, las resolvería casi todas. Otro ejemplo, el de la felicidad que tanto le importaba a René, y en la que quería torcer el razonamiento del señor cura, descubriendo y analizando la alegría en el rostro de Jesucristo.

Otra llave maestra que René no había encontrado para abrir las puertas de su evolución se detenía en la injusticia de las guerras y en el despropósito de los hombres que las procuraban. Y culpaba por eso a los políticos y a los indiferentes.

-Me sobrecoge aún –sigue René en la noria de sus trascendencias—la casa y la muerte de mi abuela Engracia, el trece en los diamantes, en el número de la casa, en los meses y los días. Será una coincidencia –insistía René en silencio—y procuraba apartar de su reflexión esta sangre que no circula, como todas las sangres de las injusticias.

A las trascendencias por las que René se preguntaba, añadió el saber ejemplar de don Servando, que parecía llevar todos los libros y todos los sueños dentro de la cabeza. Pero René no quería engañarse en esto de creer que don Servando todo lo sabía, porque sus palabras reflejaban a veces la ausencia de un aroma necesario, como si viéramos a un jazmín detrás de unos cristales que no dejan olerlo.

-Y para colmo ahora, de pronto –vuelve René con sus consideraciones solitarias sonriendo, como si lo necesitara— conozco a Isabel desde sus manos limpiadoras, insistiendo, por cómo la veo mirar, en ser joven siendo todavía niña, desafiando así mi breve pasión entrecortada. ¿Será Isabel lo más trascendente, lo que más me atribula? ¿Será ella el velo que me toca descubrir?

Con todo ese cúmulo de perplejidades, René, había afrontado con sus padres en aquella conversación la posibilidad de vivir un tiempo en casa de don Alipio. En una palabra, lo que René estaba buscando podría resumirse en la búsqueda de unos meses de soledad para tomar distancia de la rutina sin abandonar del todo lo de cada día. Una especie de rizar el rizo con los dedos quietos.

René, que tan buena relación había entablado con don Alipio en su corto periodo de La Yedra, pensó que podía darle hospedaje, servirle de compañía, especialmente ahora después que Pascuala había fallecido y él estaría deseoso de compartir con alguien sus pájaros y sus mañanas. Con los años, la vejez se deteriora más aprisa y don Alipio, a la propuesta de René, regresó a su juventud con alegría aceptando como el mejor de los regalos su presencia.

Estando en la Yedra, tan cerca de Baeza, él podría ir casi a diario a estar unas horas con su familia, salir con Isabel e ir aprendiendo con ella los sobresaltos del amor, valorar juntos el porvenir de los deseos y acompasar la delicia de los besos. También visitaría a don Servando, a doña Leonor, quedaría con Atanasio… en fin, René sólo deseaba sembrar la distancia con la vegetación de nuevos pensamientos y servir de provecho a don Alipio en su última vejez.

Todo eso lo enhebró con soltura René en la conversación que tuvo con doña Emilia y Faustino, que vieron con buenos ojos la intención de su hijo al separarse un poco de la sujeción que lleva toda convivencia.

Tendría tiempo para leer, para escuchar los tiemblos de la noche y acunar las experiencias de don Alipio que le hablaba de sus tiempos como quien escribe una novela que ha de llevarse el viento

Ahí quedó el día de René, la tarde satisfecha, aunque no del todo porque, en el último tranvía que le llevó a La Yedra, apenas si pudo leer una página del libro que le había prestado don Servando con poemas de Shakespeare,. En trance quedó René al abrir la primera hoja:

-“El conocimiento viene de los ojos”.

Los ojos, deseosos de quedarse, de Isabel en René, resolverán con el tiempo algunas de sus dudas, iluminarán muchas de sus sombras.

Ahora sólo tenía ojos para don Alipio muerto con un papelito entre los dedos que lo nombraba, que misteriosamente le pedía quedarse cuando llegara.

Pedro Villarejo

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