El relato que estaba a punto de reiniciar la señora Emilia soportaba las sucesivas imaginaciones, añadidas de boca en boca, desde los principios. Porque la vida, en el fondo, se alimenta de sus propias mentiras. Necesitamos de exageraciones para nivelar el desajuste de nuestros cansancios. Y a la gente de los pueblos, y de las grandes ciudades, le gusta añadir leña cortada a las cenizas.
René, entonces, sólo estaba capacitado para medir los miedos, la turbulencia que hay detrás de las palabras que se pronuncian para hacer daño. René había oído por primera vez que él estaba viviendo en la casa de los diamantes sin saber de qué se trataba, qué había detrás de los venenillos sembrados en la intención.
La señora Emilia siguió su discurso aprovechando la miraba baja, aunque expectante, de los comensales:
-Al parecer en la vida todo viene de lejos, como esta historia de la casa de los diamantes que se inicia en las sucesivas guerras carlistas, tan sufridas en esta España nuestra. A mediados del siglo pasado, guerra para imponer en el trono a la reina Isabel II; y a finales de siglo, guerra para exiliarla, que ya estaban aquellos españoles cansados de tanto dislate, más o menos como ahora. Para esta segunda guerra llamaron a filas a Leoncio Salamanca, albañil de 20 años, que vivía en Baeza con sus padres y que ya abundaba en amores con María la hortelana, de su misma edad, una guapa moza que muchos por estas tierras pretendían.
-Pero Leoncio Salamanca no estaba entonces para guerras, que siempre son inútiles y perversas. Guerras que terminan matando a media humanidad y a la otra la dejan medio muerta.
René pensó que don Servando no tenía la misma opinión sobre las guerras carlistas; él, que lo preguntaba todo, más de una vez quiso cuestionar al maestro en sus certezas de que en España tenía que ser rey Carlos María Isidro y no la hija de su hermano que, además de ser una niña, nada entendió de gobiernos, sino de guapos generales. Don Servando tampoco fue a la guerra por más que la defendiera tratándose del rey de sus sueños familiares. Ya se sabe que cada uno, de la misma cosa, piensa distinto. Y que el mundo es un teatro donde no todos pueden representar el papel que desean: es una cuestión de máscaras.
-Leoncio Salamanca — continuó la señora Emilia–, habló con María la hortelana para decirle que había tomado la determinación de fugarse a otro país, antes de que le obligaran a una guerra en la que él no creía; bueno, él no creía en ninguna, aunque puede que en algún momento estemos todos obligados a defender violentamente lo que otros quieren arrebatarnos.
-Espérame, pronto he de volver para vivir contigo, le suplicó Leoncio a María la hortelana, que era guapa, guapa hasta dejárselo de sobra. Y María cerró los ojos, le dio un beso y no dijo nada.
-A los cinco años María la hortelana, que era guapa, guapa, hasta dejárselo de sobra, se cansó de esperar porque nadie le trajo noticias de Leoncio. Y levantó de nuevo la mirada para aceptar los abrazos de un amigo de Leoncio, Alejo, albañil como él, que no fue a la guerra porque no le habían llamado y se quedó en Baeza haciendo casas, entre ellas la suya; ésta, en la que nosotros vivimos. Ningún ladrillo puso sin dejar un solo día de solicitar los amores de María la hortelana, que era guapa, guapa hasta dejárselo de sobra.
-Casi nadie en Baeza se acordaba ya de Leoncio el albañil, el que se fue a Brasil por no ir a la guerra, hasta que un día, de noche, regresó sin aviso para sorprender. Se bajó del carro, llegó hasta la era donde Luisito instruía a las cabras antes del reparto mañanero, para preguntarle cuál era la casa de María la hortelana. Luisito no conocía a Leoncio, creyó que era un forastero equivocado sin bultos ni maletas ni nada que pudiese reconocérsele como a alguien que venía de un viaje tan largo.
-Cuentan (la señora Emilia trata de ser lo más fiel posible al relato que ella había oído), que Leoncio ya venía encendido por las nuevas que le llegaron de la boda de María la hortelana con su amigo Alejo. Subió a la casa por este balcón de en medio (señaló con el dedo hacia arriba la señora Emilia) y Alejo, que ya estaba advertido por las lenguas que traen y llevan, dormía con un cuchillo de cortar jamón debajo de la almohada. Leoncio se echó de pronto sobre él colocando en su cuello las manos fuertes de albañil para ahogarlo, pero Alejo, descubriendo sus intenciones, empuño el cuchillo a su alcance y le atravesó el corazón.
A René, con lo escuchado por boca de la señora Emilia, comenzaron a temblarle las manos, los ojos, los labios. Su madre lo expresó todo tan bien que, lo sucedido hace tantos años parecía ser de ahora mismo. Y terminó azorado hasta beberse del todo agua de la jarra sobre la mesa con la intención de que no se notaran demasiado sus lágrimas ni el ahogo que tanto le estaba sorprendiendo.
Viendo lo visto, la señora Emilia prefirió dejar para otro día lo que a René le quedaba escuchar de la casa siniestra, su casa, la casa de los diamantes.
Magnífico artículo del duende. René es un reflejo de la historia
Todos nos vemos reflejados en la vida de este chico
Estás historias de René son un aprendizaje de la vida misma transportada desde la antigüedad.
Me gustan las andanzas de René tal como se cuentan por parte del autor.
Es usted un maestro de la literatura, señor Duende
Muy buena esta historia de René con esa mirada especial para ver las cosas
La casa de los diamantes y de la muerte
Muy buen relato