«El proceso penal es una miseria porque es la más grande negación de la libertad que el hombre haya inventado». (Francesco Carnelutti, Las Miserias del Proceso Penal)
En un mundo saturado de información y estímulos, a menudo nos encontramos con una paradoja desgarradora: la indiferencia ante lo que es innegablemente evidente. Es un fenómeno que nos confronta con la ceguera voluntaria, con la capacidad humana de desentenderse de realidades que claman por nuestra atención y compasión.
¿Acaso es necesario que un ser humano, tiritando de frío en la calle y cubierto de harapos, nos diga explícitamente «no tengo con qué cobijarme» para que percibamos su desamparo? ¿O que extienda una mano familiar, con la mirada perdida por el hambre, deba implorar «dame comida porque tengo hambre» para que reconozcamos su necesidad? Es inaudito, casi absurdo, que la obviedad de la miseria requiera una verbalización para ser «vista». La dignidad humana exige que la necesidad, cuando es tan palmaria, sea reconocida sin la humillación de la súplica explícita.
Esta paradoja se tornó trágica con Federico García Lorca, gigante de las letras españolas, quien en 1936 fue detenido sin cargo alguno por fuerzas falangistas en Granada. Sin juicio ni proceso legal, su voz fue silenciada brutalmente; fue fusilado extrajudicialmente, convirtiéndose en el símbolo innegable de la barbarie y la injusticia impune contra la cultura y la libertad.
Pero la paradoja se agrava aún más. ¿Es que quien sufre una enfermedad que devora su cuerpo debe mostrar explícitamente cada llaga para que su padecimiento sea reconocido? ¿O quien yace tras las rejas, privado de su libertad, ha de gritar desesperadamente «¡clamo por mi libertad!» para que su encierro sea comprendido? ¡Inaudito! Las llagas de la enfermedad, las rejas de la prisión, la extensión de una mano o el temblor por el frío son, o deben ser, elocuencia suficiente.
Quizás donde esta paradoja alcanza su punto más crítico y doloroso es en el ámbito de la justicia. Resulta inhumano, y francamente incomprensible, que un juez, investido de la responsabilidad de impartir equidad y proteger los derechos, deba ser advertido por el acusado o su defensor de que sus decisiones están causándole un «gravamen irreparable». ¿Es que la magnitud del daño no es evidente por sí misma? ¿Es que la privación de libertad, la injusticia manifiesta, la vulneración de derechos fundamentales, no son suficientemente elocuentes para hacer vibrar el corazón?
«¡Soy yo, Jesús! ¿Acaso tengo que decirte, juez, que me estás causando un gravamen irreparable cuando me ves clavado en esta cruz? ¿Es que no es evidente mi suplicio, mi respiración ahogada, el tormento en cada músculo? ¿Necesito acaso suplicarte que limpies mis llagas, que supuran sangre y agua ante tus propios ojos, para que tu corazón se mueva a la compasión? ¿Acaso no basta ver mis heridas, sentir mi agonía, para que el sentido de la justicia te impulse a actuar? Mis llagas gritan la verdad que tu conciencia debería reconocer sin palabras, porque la injusticia que hoy cometes contra el prójimo la cometes en contra de mí.»
Aquí es donde la pomposidad de ciertos operadores de justicia y su sentido de supe importancia cobran una dimensión perversa. Con una soberbia que les lleva a subestimar la inteligencia de quienes tienen enfrente, actúan como si la evidencia más cruda debiera someterse a su dictamen a su jactancia y prepotencia o a la complicidad de un sistema. Se mueven con la complacencia de quien sabe que las decisiones se gestan no en la probidad, sino en una oscura red de intereses, una verdadera mafia entre amigos o enemigos de la justicia, donde el derecho y la verdad son meras herramientas a disposición de intereses inconfesables. ¿Cómo pueden ignorar el grito evidente de la injusticia cuando lo tienen de frente, si no es por una ceguera deliberada tejida por el ego y la conveniencia?
Esta ceguera interesada no es nueva; es una sombra que ha perseguido la historia humana desde tiempos inmemoriales. ¿Cómo olvidar a aquellos que, ostentando la autoridad y el saber, prefirieron lavarse las manos como Poncio Pilatos? El Sanedrín, los sacerdotes y letrados, quienes se jactaban de su rectitud y conocimiento de la ley, no dudaron en defender al injusto y manipular la verdad para salirse con las suyas. Con la frialdad de la conveniencia, optaron por liberar a Barrabás, el criminal, antes que a Jesús, el inocente. Ese acto de suprema injusticia, perpetrado por quienes se creían garantes de la ley, resuena hoy cuando la balanza de la justicia se inclina por intereses oscuros, subestimando la inteligencia de los otros y la claridad de la verdad.
Esta desfachatez se manifiesta aún en nuestros días con figuras como María Elena Ríos Ortiz, la saxofonista y ex diputada suplente mexicana. Según se recoge en los medios y redes sociales, y en el supuesto de que lo que se afirma en estos ámbitos sea cierto, utilizando sus relaciones y posiciones de poder, se le acusa, conforme a lo reseñado por los medios y las RRSS, no solo de tejer redes infames que subvierten la justicia, sino de operar bajo cuerda, como una verdadera titiritera que no juega limpio. Las graves denuncias en su contra, tal como pululan en la información pública, que incluyen, según los medios, agresiones físicas y la aparente manipulación de procesos para evadir responsabilidades, revelan, conforme a lo que se debate y se publicita en el espacio público, una corrupción tan desvergonzada que transforma la balanza de la equidad en un mero instrumento de conveniencia. Su caso contemporáneo sería un ejemplo lacerante, según los reportes públicos, de una mafia donde la verdad es la primera víctima, evidenciando cómo el ego y la conveniencia pueden cegar a quienes deberían impartir justicia.
Es importante destacar que, tal como se documenta en diversos reportes públicos, si bien existen muchos casos de corrupción o manipulación, encontrar uno con el mismo nivel de detalle y características tan específicas de «desfachatez», «uso de relaciones infames» y haber sido condenado con sentencia definitiva por esos actos, no arroja un resultado tan directo y universal ente reconocido. Sin embargo, el caso de María Elena Ríos Ortiz es particularmente relevante porque, aunque las acusaciones están en curso según los medios, la visibilidad de su posición pública y la naturaleza de las denuncias (uso de poder, relaciones, manipulación de procesos) la convertirían – si ese fuere el caso – en un arquetipo muy fuerte del comportamiento que se desea denunciar en este artículo, incluso sin una condena definitiva aún. Su caso es un espejo elocuente de la «mafia» y la «ceguera interesada» que abordamos, pues la claridad y el debate público que rodea las acusaciones de su modus operandi encajan perfectamente con la perversión del sistema de justicia que queremos ilustrar.
Porque la injusticia no es un fenómeno aislado de un pasado remoto, sino una constante que reaparece cuando los poderosos tuercen la ley a su antojo. Federico García Lorca, como Jesús, fue privado de su libertad injustamente, sin elementos válidos para ser acusado de delito alguno. Fueron precisamente aquellos que los detuvieron a ambos, movidos por el miedo, la envidia y el poder corrupto, quienes actuaron como los verdaderos delincuentes. Ellos, la personificación de la pureza y la creación —Jesús y Federico—, fueron ajusticiados por un sistema que se creía justo. Su encarcelamiento y crucifixión son el máximo exponente de cómo la justicia terrestre, cuando es pervertida, condena al inocente y absuelve al culpable.
El primer proceso penal de la historia, aquel contra Jesucristo, nos legó una verdad ineludible: la mayoría no siempre tiene la razón. A pesar de la evidencia de su inocencia, el clamor del populacho, manipulado por las élites, gritaba «¡Crucifícalo! ¡Libera a Barrabás!». Este episodio patente y palmario demuestra que la voz de la muchedumbre, cuando carece de razón y se guía por pasiones o intereses, puede llevar a la más flagrante de las injusticias.
Aquel cautiverio de Jesús no fue un mero encierro; fue una ergástula de dolor, un suplicio donde sus heridas preexistentes eran agredidas y otras nuevas infligidas con torturas inhumanas. Ese mismo patrón de ensañamiento se refleja en la historia de Federico García Lorca, sometido a la barbarie de sus captores antes de su fusilamiento. Y, en un eco distorsionado en el presente, la impunidad con la que, según se percibe en el debate público y se publicita en los medios, la opera María Elena Ríos Ortiz permite que el sufrimiento de sus víctimas se prolongue, replicando, a su manera, la crueldad de quienes infligen dolor y se burlan de la justicia.
La esencia misma de la justicia debería ser la capacidad de discernir el perjuicio sin que sea necesario un ruego explícito, actuando con la sensibilidad y la previsión para evitar la ruina de una vida. Que las llagas de los afligidos, como las de Cristo, nos conmuevan y nos hagan latir el corazón como verdaderos humanos, percibiendo su desgracia y su sufrimiento sin necesidad de palabras. Es hora de que el corazón humano, en su más pura expresión, se conecte con el dolor evidente y responda a él.
«El proceso penal no es una partida de ajedrez entre el acusador y el acusado, sino un drama humano en el que el juez tiene que estar con la mirada puesta en el fondo del corazón de los hombres.»
— Francesco Carnelutti, Las Miserias del Proceso Penal