Los Fuegos de René

29 de junio de 2025
2 minutos de lectura

(Cuando escribí René en su Laberinto, en muchas ocasiones me

dolía sabrosamente

La palabra, recreaba posturas…

porque, en el fondo, René es el adolescente

que se pasea por todas las conciencias.

Un nuevo capítulo hoy, ustedes lo han pedido:

Los Fuegos de René)

Aunque René se quedó fijo en don Servando con la respuesta de la prisa que le había dado, apenas si pudo entender que eso de ser el primero en cualquier cosa puede terminar siendo desgracia. Más adelante, sin tampoco entenderlo del todo, René iría aceptando aquello que no se comprende pero que nos obligan a vivir.

Como había anticipado Faustino en su reflexión, la Yedra no ofrecía futuro para nadie. Estaba lejos de todos los sitios, sólo los fines de semana acudían a por churros las pocas familias que aparecían allí en los inviernos y, para colmo, a René le empezaron a llamar El Juncos por ir a los arroyos en busca de las varitas que su madre necesitaba para enhebrar los jeringos. Ese mote, en la familia, a todos le dolía. Para salir del paso y que su hijo no sufriera, la señora Emilia le quitó astillas al fueguecillo que acababa de prender:

-Las gentes nos llaman como quieren, aunque uno es después, no como ha sido llamado, sino como se interpreta a sí mismo en una verdad que los demás ignoran… No hagas caso, hijo. De todos modos pronto nos iremos de aquí…

Entre sus muchas cualidades René tenía la habilidad, ahora que comenzaba el invierno, de encender bien las candelas para que no echasen humo y los vecinos no se sofocaran de improviso, creyendo que detrás del patio habría fuego en la casa. Los fuegos propios, decía para sí la señora Emilia, hay que disimularlos lo más que se pueda para que los demás no enciendan con ellos la sequedad de su envidia.

En el diciembre de hoy la señora Emilia pidió a René que fuese al altillo, donde Faustino tenía guardadas sus herramientas de fontanero, a por tablas, que ella conseguía de las cajas partidas. René se estremecía pensando a su modo lo necesario que es el fuego para calentar a las familias, sin que se queme la habitación donde conversan, en la que se come o la cerrada alcoba donde se besan.

Bajo las tablas encendidas, la señora Emilia había preparado una menudencia de carbón que colmaba de oscuros el brasero. En él se caldeaban.

Cuando la señora Emilia pedía a su hijo que moviera el brasero, René tomaba la paleta, como el que se aferra a la pluma para escribir un verso, y el fuego entonces se despertaba del sueño de sus cenizas obligando a las damas a poner cartones sobre las piernas para que su piel no se quemara.

Otras veces, la señora Emilia pedía a René que hiciese una candela en el patio para calentar agua y desde ella facilitar el desplume de unas codornices que Faustino había sorprendido con una trampilla de engañar gorriones:

-Fíjate, Emilia, yo pensé en cazar pájaros chicos, le decía Faustino a su mujer, pero cuando es apetitoso el bocado, también es fácil embaucar a los grandes.

La señora Emilia aprovechaba también los vahos del agua caliente para echar en ella unos polvos de tinte y volver negras, por el luto de su madre, unas camisas que le quedaban de color todavía.

En esta ocasión, y siempre, René tuvo la precaución de que a nadie le molestara el humo que suele salir de casi todos los fuegos. Porque él temía, sin saberlo, que desde sus manos se quemara la tarde.

Pedro Villarejo

1 Comment Responder

  1. Un auténtico lujo escuchar el relato con la voz del propio autor. Espero que Fuentes Informadas siga publicando otras partes de la historia de René y su laberinto, que es el mismo en el que todos nos hallamos. Por mí parte ya lo he adquirido. Cuando algo rebosa tanta calidad merece ser conservado.

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