Conforme se iba llenando de años don Sabino mostraba un malhumor desacostumbrado. Por cualquier cosa se irritaba como si tuviera por conciencia un mar embravecido. Franco lo nombró Procurador en Cortes y esa distinción sirvió para que don Sabino gozara en Veraluz de una reputación antigua, que los jóvenes desconocían, y de una pensión que, junto a una huerta que heredó su difunta, le permitían holgura, distinción y reconocimiento.
Pero de un tiempo a esta parte se había vuelto hosco, avinagrado y triste. Una noche llegó a deshora a su casa y se encontró con que la doméstica quebraba jazmines con la boca y se los iba dando al novio que, muy cerca de sus labios, los contaba. Reaccionó enfurecido don Sabino y todo porque, en asuntos de amor y de caricias, andaba el antiguo procurador desasistido.
Dicen que está así desde que leyó en Séneca una sentencia con la que no estaba de acuerdo: “La vejez tiene su encanto, puesto que la vida, como todo placer, reserva lo mejor a la postre: haber abandonado la concupiscencia”.
Porque la vejez, digan lo que quieran los filósofos, repetía el intratable don Sabino, es casi toda ella una impotencia.
Pedro Villarejo
Que razón tenía Don Sabino.
Todo el que sobreviva a los envites de la parca, esa sombra siniestra que nos acecha a todos y que está destinada a cortar el hilo de la vida, vivirán esa vejez que para algunos será de preparación al viaje final , para otros, despedida de valores fisicos y a los más positivos, nos convertirá en más sabios, menuda ironía, pero es lo que nos venden. ¿Encanto?
Uf! Madre mía, si no fuese por la Fé transmitida por los que nos formaron, sería verdaderamente insufrible.
¡Hoy estorbamos! Por muy bella que sea la arruga, como decía aquel…