No fue un chiste, porque no fue gracioso. No era evidente para cualquiera que fuera falso, porque estaba bien hecho. Y no es un tema de libertad de expresión: intentar engañar, mentir y hacerlo de manera orgánica no se relaciona con expresar ideas sin temor a represalias. Fin.
Horas antes de que comenzara la elección legislativa en la Ciudad de Buenos Aires, desde cuentas en redes sociales cercanas al oficialismo nacional se difundió un video falso destinado a confundir al electorado y redirigir votos hacia la lista de La Libertad Avanza.
La maniobra fue ejecutada con la suficiente prolijidad técnica y oportunidad política como para dificultar su desmentida y limitar el margen de acción de la Justicia Electoral de CABA y de la lista perjudicada. Una semana antes podría haberse debatido si era una broma, horas antes de la votación fue simplemente un intento deliberado de engañar.
¿El video logró su objetivo? Es difícil saberlo, y mucho más probarlo, y quien lo diseñó entendía perfectamente esa dificultad. Y, ante todo, sabe que una mentira corre más rápido y más lejos que una desmentida.
La situación es seria y profunda. El objetivo de estos contenidos no es solo obtener una ventaja electoral inmediata, también buscan algo más grave: erosionar la confianza en la información, sembrar la duda permanente, sustituir el debate por la confusión. En esta nueva era de comunicación política, el argumento ha sido reemplazado por la falsedad sistemática. No se trata de convencer, sino de generar ruido. No se intenta ganar el debate, sino destruir las condiciones para que un debate siquiera exista.
La elección porteña fue, en ese sentido, un laboratorio. Si pasa, pasa. Si la Justicia no actúa, avala. Si los partidos no denuncian, serán víctimas o victimarios en la elección de octubre, seguramente con producciones aún más desarrolladas. La respuesta democrática a este episodio será clave para marcar los límites. La responsabilidad cae sobre varios actores: la Justicia Electoral, los partidos en competencia y, especialmente, los principales afectados, que deben responder con claridad, más allá de alianzas coyunturales.
El intento por imponer una determinada “verdad” por parte del gobierno nacional parece ser uno de sus principales objetivos. El Presidente solamente da entrevistas a periodistas que no incomodan ni repreguntan; el acceso a la información pública, garantizado por ley, está siendo fuertemente afectado por la baja calidad de las respuestas, cuando efectivamente se responde algo a las preguntas de la ciudadanía; y en estos días podemos ver ridículas reglamentaciones para los periodistas acreditados en la Casa Rosada, desde un “código de vestimenta”, hasta evaluaciones “objetivas” sobre los medios y periodistas que pueden preguntar en una conferencia.
Faknews, videos falsos, ausencia de acceso a la información pública, y “la gente no odia suficientemente a los periodistas”. ¿Cuál es el objetivo de desacreditar al periodismo? Indudablemente el periodismo puede y debe ser sujeto de análisis, evaluación y crítica. Hay malos periodistas y malos medios de comunicación. Pero por supuesto que no todos lo son.
El sueño de reemplazar voces críticas por olfas no es algo nuevo ni en la política local ni en otras latitudes. La novedad viene por las redes sociales y el amparo en el anonimato de los escribas que según la visión de algunos reemplazan al periodismo porque se “democratizó la palabra”.
Cualquiera puede opinar, sí, pero eso no convierte a alguien en periodista, un oficio que tiene ciertas reglas, métodos y responsabilidades cuando se realiza con responsabilidad. La cantidad de seguidores, de reposteos, y de interacciones de una publicación, no habla en absoluto de la calidad del contenido del emisor, mucho menos de la veracidad.
Y menos aún cuando son un grupo que actúa orgánicamente bajo el mando de un funcionario de gobierno. El objetivo de desacreditar y reemplazar al periodismo es que no se pueda distinguir la verdad de la mentira. Desprestigiar al periodismo es el primer paso, reemplazarlo por propaganda el objetivo final.
La manipulación del discurso público y la erosión de la democracia van de la mano. Si naturalizamos estas prácticas, ya no estaremos hablando de una fakenews, un deepfake, o una campaña sucia: estaremos frente a acciones que desafían las bases mismas del orden democrático. La democracia no puede sostenerse sin procedimientos compartidos por todos los actores. Estos no son apenas el punto de partida de la representación, son su estructura misma. La respuesta democrática a este momento particular de la historia pasa por reconstruir consensos sobre la verdad, las reglas de juego, promover el diálogo y alentar un disenso genuino y constructivo.
La inteligencia artificial plantea desafíos urgentes como la alfabetización digital y el pensamiento crítico a la hora de enfrentarnos, por ejemplo, a un posteo en redes, pero eso no exime a quienes tienen responsabilidad institucional de su deber esencial: respetar las reglas del juego republicano. Si en la práctica política la mentira se vuelve verdad no estamos ante una fakenews, una deppfake, o una campaña sucia, estamos frente a prácticas que riñen con la democracia.
*Por su interés, reproducimos este artículo escrito por Pablo Secchi, publicado en Clarín.
Manipulación del discurso público y erosión de la democracia van de la mano