Leoncio Rivas tiene los ojos grandes y el orinar espeso. Cuando va al casino con su mujer (En Veraluz se llama Casino, no al sitio de jugar, sino al club de socios de los que pueden llamarse destacados, donde se come, se bebe, se critica, se hace uno el encontradizo…) los presentes, como antiguamente, o tocan el ala de su sombrero o, si están descubiertos, manifiestan una breve inclinación. Porque los esposos son queridos y respetados entre la ciudadanía.
Pero como todos tenemos alguna debilidad, Leoncio, que se había enriquecido con el trabajo de los demás en Tarragona, defendía a muerte todo aquello que fuese catalán o de Cataluña proviniera. Nunca aprendió el idioma; ni sus obreros, que eran andaluces o extremeños en general, tuvieron esa urgencia. Aun así, para destacar su predilección por aquellas tierras españolas, soltaba algún vocablo que le identificara como seguidor de Maragall.
Hoy, con sorna y sabiendo que tendrían con Leoncio discusión a la vista, le echaron en cara los tertulianos del Casino que, en la declaración de hacienda, sólo el 5,2 por ciento de los catalanes ponían la X en la casilla de la Iglesia. “No puede ser”, contestó Leoncio. Pero es, aunque allí casi todos se bautizan.
Pedro Villarejo