¿Y si la historia hubiera sido otra? ¿Y si la Papisa Juana no hubiera sido un error, sino un mensaje? Con estas preguntas como guía, la socióloga Malén Lacuste había empezado a leer todo lo que encontraba sobre ella, la papisa Juana. Desde las versiones eclesiásticas hasta los poemas apócrifos escritos en su nombre en los siglos XV y XVI. Cuanto más leía, más fuerte sentía que algo en esa historia había sido robado.
No solo la figura de Juana. También la posibilidad de imaginar un mundo que no estuviera partido entre lo que se puede ser y lo que se debe esconder.
Una noche, mientras Sofía le preparaba té y en la radio sonaba un viejo tango instrumental, Malén le habló.
—Estoy escribiendo otra versión.
—¿De qué?
—De Juana. La que fue papisa. Pero en mi historia no la apedrean. No muere. Se levanta. Se la quedan mirando. Nadie la toca. No pueden.
Sofía se le acercó con las tazas y se sentó junto a ella en el piso, sobre una manta. Ya era una escena habitual: dos mujeres, té en mano, entre cajas a medio abrir y libros esparcidos.
—¿Y qué hace después de parir? —preguntó.
—Habla. Dice algo que nadie comprende del todo. Pero todos lo sienten verdadero. Es como si dijera algo que ya sabían, pero nunca se animaron a escuchar.
—¿Y qué es?
Malén se quedó en silencio un momento. Luego dijo:
—Que el mundo está enfermo porque está dividido. Que nacimos separados en dos mitades. Que mientras exista esa división, va a haber miedo. Y mientras haya miedo, va a haber violencia.
Sofía la miró. No con sorpresa, sino con una atención dulce, abierta.
—¿Entonces cuál sería la cura?
—Una humanidad hermafrodita —respondió Malén—. No solo en el cuerpo, sino en el alma. Personas que no tengan que amputarse para poder vivir. Que no tengan que elegir entre lo duro o lo blando. Que puedan ser todo sin permiso.
Sofía apoyó la cabeza en su hombro.
—¿Eso pensás en serio?
—No sé si lo pienso. Pero lo deseo. Lo intuyo. A veces, cuando escribo, me aparece esa imagen: un mundo sin géneros, sin castigos por nacer como sos. Y todo se vuelve más respirable.
Sofía dormía a su lado, envuelta en las frazadas, con una de las manos abierta sobre el colchón, como una flor caída.
La casa era un cuerpo vivo, silencioso, expectante.
Malén se levantó sin hacer ruido. Se sentó en la cocina, con una libreta en el regazo, y comenzó a escribirle una carta a Juana. No como personaje histórico, ni como símbolo. Como mujer. Como espejo.
“Querida Juana:
No sé si exististe, si sos mito o mujer inventada por la culpa de un mundo que no pudo tolerarte. Pero en mí existís. Y eso es suficiente. Escribo para devolverte la voz. Para inventarte otra historia. Una donde no te escondas. Una donde tu inteligencia no sea tu condena, y donde dar a luz no sea tu sentencia.
Quiero imaginar que al caer en medio de la procesión, no te cubriste. Te levantaste. Sostuviste al hijo. Mostraste el cuerpo. Dijiste tu nombre en voz alta.
Y no te mataron. No porque fueran misericordiosos. Sino porque no supieron cómo atacar lo que no podían entender.
“Vos no eras un error. Eras la profecía».
Malén cerró el cuaderno sin releer.
La oscuridad se hacía espesa, pero adentro de ella se abría una claridad distinta. No era luz. Era certeza. Como si por fin se hubiera reconciliado con su modo de estar en el mundo: entre las palabras y los gestos. Entre la memoria y el deseo.
Volvió a la habitación. Se recostó junto a Sofía.
Le acarició la espalda sin despertarla. Se sintió habitante. No solo de esa casa nueva, sino de su cuerpo, de su historia, de su presente.
No sabía si la versión de Juana que estaba escribiendo iba a cambiar algo.
Pero sabía que era su forma de resistir sin volverse de piedra.
Días después, en medio de una tarde nublada, Malén escribió una línea que no sabía si era el comienzo de un poema, de una teoría o de un evangelio íntimo. Pero la dejó sola en una página. Para que respirara.
“El poder sin género no necesitaría matar para existir.”
Desde entonces, cada vez que escribía, sentía que lo hacía con una mano prestada.
La mano de todas las Juana que fueron silenciadas.
Y también con la suya. Con la de Malén Lacuste, que no necesitaba más permiso que el de su propia voz.
hahfantástico. Hace mucho que no leía una historia tan ver los y a su vez tremenda.
El hecho de que no haya registros oficiales lo hace para mí más veraz todavía. Quien sabe cuántas historias como ésta ha escondido el Vaticano a través de los siglos.
Fascinante historia!
La papiza Juana!, una historia intrigante sobre el poder, el género y la Iglesia en la Edad Media y las palabras de Malén Lacuste que respiran con voz propia, en pleno siglo XXI, siendo, sintiendo y diciendo ¡Muy bueno!
La historia de la PAPISA muy bien escondída por siglos por el Opus Dei. La iglesia debe mostrar lo bueno y lo malo de su historia tal como lo hizo Francisco.
muy buena investigación
Hermosa historia, te deja mucho para pensar en cuanto a la iglesia y las cuestiones de género.
Emocionante y conmovedora historia !!!
Excelente !!!
Imaginemos un Papa dando a luz durante una procesión y en el S IX, en ese mundo cimarrón y montaraz! Lo menos: te crucificaban.