En el pueblo estábamos siempre muy comunicados. Cualquier noticia iba de casa en casa como un riachuelo de agua cuando llovía. Y si Antonia, “la de la fonda”, se había torcido el tobillo bajando las escaleras con maletas, el médico venía deprisa con su vespa y vendas en el transportín para socorrerla sin demora. Otra cosa eran las noticias que urgían salir del pueblo; entonces, nuestro teléfono familiar era el 74, se le daba a la manivela y Paquita, enredada en cables que nunca supe para qué servían, te avisaba que la conferencia tenía treinta minutos de demora… Si el que se iba a morir no podía esperar, la demora se aprovechaba para encomendarlo.
Y Paquita, casi sin querer, se enteraba del porqué de las prisas. Nuestro Presidente del Gobierno no quiere que se enteren de sus conversaciones (en estas modernidades hay muchas paquitas con el oído puesto) y decidió comprar las suficientes acciones de telefónica para quitar y poner al frente del Ente Público al amiguete que convenga y haga de todo, si procede, oídos sordos.
El Señor Presidente del Gobierno debiera leer el capítulo 12 de San Lucas: “Nada hay encubierto que no haya de descubrirse; ni oculto, que no haya de saberse”.