Netanyahu, el poder judío en Estados Unidos y la élite del poder

7 de agosto de 2024
9 minutos de lectura
Benjamin Netanyahu / FI

El analista Rafael Fraguas analiza los retos que enfrenta la candidatura de Kamala Harris en esta convulsa campaña electoral presidencial en EE UU, tras la retirada de Biden como candidato del Partido Demócrata

La ausencia de la vicepresidenta norteamericana Kamala Harris (Oakland, 1964) de la comparecencia ante el Congreso de los Estados Unidos de Benjamin Netanyahu, convicto de genocidio contra el pueblo palestino, agrega a la presumiblemente candidata demócrata a la Presidencia de los Estados Unidos un componente de humanidad tan raro hoy en los dirigentes políticos occidentales. Esperemos que ese gesto suyo no le cueste la nominación presidencial a decidir a mediados de agosto, dado el enorme poder del que disponen los distintos grupos de presión operantes en Washington a favor de Israel.

Este ascendiente israelí sobre la política estadounidense ha llevado a muchos analistas a asegurar que, por acción u omisión, es el Gobierno de Israel de turno el que dicta o impide a las autoridades estadounidenses aplicar las líneas generales de una política exterior de los Estados Unidos de América verdaderamente autónoma. Si la Casa Blanca quiere poner el foco en el Indo-Pacífico, ya se encargará su invitado Netanyahu de disuadir al anciano Joe Biden, presidente terminal estadounidense, para que se centre en el Oriente Medio y siga regalando armas a su amiguito israelí, al que también se abraza Donald Trump.

Tal hándicap sobre la política norteamericana parece obedecer a muy distintas razones y sinrazones. Una de ellas es la composición personal de la élite de poder en Estados Unidos, a la cual, descendientes de emigrantes judíos huidos de la Europa bajo la bota nazi accedieron bien por su valía personal o bien por apoyos comunitarios inducidos desde sus pares: Henry Kissinger, Zbigniew Brzezinski, Madeleine Albright o Arthur Goldberg, son algunos de los casos más relevantes. Por no citar la presencia de productores, directores, guionistas, actores y actrices de origen judío en Hollywood, como los hermanos Warner, Samuel Bronston, el lúbrico Harvey Weinstein, Barbra Streisand, Joaquin Phoenix o Scarlett Johansson, entre muchos otros, por no citar al heterodoxo Woody Allen. En el mundo financiero, destacan los grupos Morgan Stanley, Goldman Sachs y el infausto Lehman Brothers, regidos por amigos íntimos de Israel; en el mediático, The New York Times y The Washington Post; y en el científico y académico, la presencia judía es también muy elevada. Pero existe un problema básico, ya que el término judío es polisémico y puede referirse a la religión, la etnia, la nacionalidad, la formación cultural, o bien a todos ellos conjuntamente. Aquí reside buena parte de la complejidad existente a la hora de abordar este y otros asuntos asociados a la política y la imagen de Israel. Esta polisemia blinda muchas de las críticas que se formulan al respecto, pues se encastran y marran en cada una de las dimensiones abarcadas en su concepto.

Por otra parte, la cultura política dominante en Estados Unidos mantiene un componente bíblico, señaladamente veterotestamentario, muy poderoso. Las referencias al Antiguo Testamento, sus metáforas y preceptos son constantes en los discursos, conferencias, libros y citas de políticos y académicos, asimismo intramuros de los hogares. Es precisamente en el mundo evangélico estadounidense donde la política de Israel, sea cual sea, adquiere mayor número de adhesiones sin apenas crítica alguna, con su correspondiente reflejo electoral, por esa sintonía ideológica con el sionismo, expresión más elaborada del supremacismo israelí, impuesto manu militari, en la zona mesoriental del mundo. La comprensión de la Biblia como verdad revelada lleva a este potente grupo religioso protestante, entre los más extendidos de Estados Unidos, a aceptar como sacrosantos todos aquellos textos de la Biblia en los que se asegura que Israel es el pueblo elegido de Yahvé. Lo que viene a significar que todo lo que en nombre de Israel se hace, desde una transacción comercial con diamantes hasta un genocidio intencionado, goza del beneplácito divino (¿estamos, al parecer, en el siglo XXI?).

Las concesiones otorgadas durante el mandato presidencial de Donald Trump a Benjamín Netanyahu, como fue la admisión de la capitalidad de Israel en Jerusalén, abiertamente impugnada y considerada provocadora por los árabes, o la hinchazón de los presupuestos relativos a las partidas armamentísticas estadounidenses a favor de las Fuerzas Armadas de Israel, otorgan al candidato republicano a la reelección, Donald Trump, un plus de apoyos de la comunidad judía estadounidense y de su grupos de poder ante las elecciones del noviembre de este año, a cien días vista.

No obstante, la propia unanimidad de la comunidad judía estadounidense al respecto de las políticas del Gobierno israelí no es tal, hay grandes fisuras ideológicas, señaladamente entre laicistas y fundamentalistas. Y, entre estos, los hay partidarios del sionismo más exacerbado y minorías que impugnan el sionismo como una perversión del mensaje divino. La incorporación de al menos 150 campus universitarios de todo el territorio estadounidense a las protestas anti genocidas contra Netanyahu en Gaza han constituido un fuerte aldabonazo de estas discrepancias, precisamente en el mundo académico norteamericano, donde la presencia judía es asimismo muy relevante.

Es triste, políticamente hablando, que en las elecciones presidenciales en un país de la importancia súper potencial como lo es Estados Unidos cuente más, en la determinación de su desenlace en las urnas, lo que vaya a hacer una pequeña aunque influyente y económica y financieramente potente comunidad como la judía, que tan solo representa el 2% de la población, que las necesidades existenciales y vitales del grueso del atribulado pueblo norteamericano, profundamente escindido por una polarización ideológica desaforada.

Esta elitización de la política allí es todo un síntoma de la devaluación de la democracia, pese a que Washington ha aventado siempre ser el guardián democrático del mundo. Si la democracia es el gobierno de la mayoría, lo que allí sucede en la arena política y electoral viene a ser todo lo contrario de lo que oficialmente se predica. La dolarización de las campañas electorales, las victorias aseguradas a los partidos que mayores ayudas pecuniarias recaudan, la banalización monótona de los impuestos, siempre a la baja en los programas de demócratas y republicanos, la falta de una pedagogía política capaz de sacar de su atraso ideológico a las grandes masas de trabajadores y empleados considerados allí “clase media”, en vez de clase obrera asalariada, son algunos de los componentes que permiten explicar por qué a la cumbre del poder mundial, la Casa Blanca, acceden tipos tan atrabiliarios como Donald Trump o ancianos que se desplazan a Israel para abrazar allí al criminal de guerra con afección, como ha hecho el demócrata Joe Biden y algunos de sus enviados, como Anthony Blinken.

Algo anda mal en Estados Unidos. Muy malo ha de ser que la principal potencia de este mundo no pueda dotarse de un presidente, como podría serlo la hoy vicepresidenta Kamala Harris, por el hecho de no aplaudir la conducta genocida de “Bibi” Netanyahu contra el pueblo palestino, al que demuestra cada día que se propone exterminar a bombazo limpio o bien condenándolo a muerte de sed y de hambre tras proyectarlo de manera inmisericorde hacia el desierto.

No cabe duda de que detrás de esta decadencia que observamos probada en Estados Unidos, decadencia no solo política, sino moral, se agazapa el entramado económico signado por el mundo del dinero para el que la democracia y menos aún el de la mera humanidad parece haber dejado de interesar siquiera un ápice. Ese mundo solo busca fuentes de valor, de ganancia pues, en ámbitos muy diferentes. Ya no le basta explotar a la allí llamada clase media esto es, asalariada, con salarios exiguos, despidos libres y rebañando al máximo cualquier medida de protección social; ahora, agotada la requisa de plusvalía en aquel sector laboral, se trata de obtener plusvalías del propio movimiento del dinero, en la arena financiera, en el mundo de los bancos y de los seguros; de los datos para elaborar perfiles generalizados de consumo y conducta electoral, los llamados “big data”; de plataformas de distribución y transporte, tipo Amazon; de todo aquello que pueda rentar pingües beneficios una vez que se han encargado de agostar tantas otras fuentes de riqueza.

Ahora, al parecer, el gran escenario del cual el capitalismo financiero se ha propuesto saciar su insaciable sed de beneficios es, precisamente, la guerra: ¿prueba ello los abrazos que tanto Trump como Biden brindan a Netanyahu con grandes palmoteos sobre las espaldas de quien carga con la responsabilidad histórica de ordenar el primer genocidio en directo de la historia contemporánea?: ya van cerca de 40.000 muertos, la mitad de ellos niños, más decenas de miles de mutilados y heridos, dos millones de desplazados, muchos de ellos bombardeados y ametrallados en pleno éxodo… Las autoridades militares de Israel parecen incapaces de entender que la presencia armada de Hamas entre los que huyen es percibida por decenas de miles de palestinos como lo único que puede defenderles de la matanza indiscriminada que los soldados israelíes perpetran. La pregunta que surge de cada persona con sentido común es sobre qué precio en muertes propias y ajenas está dispuesto a pagar el Gobierno de Israel para rescatar vivos a los dos centenares de rehenes que permanecen aún en manos de la organización islamista que gobernaba en Gaza antes del fatídico 7 de octubre. Esta pregunta se la hacen muchos familiares de los rehenes y de los 1200 israelíes muertos a manos del brazo militar de Hamas en aquella fecha del pasado años.

Causa espanto y desolación saber que quien no interiorice la lógica sionista de expansión militar israelí y de exterminio palestino difícilmente podrá acceder a la presidencia de los Estados Unidos de América. Kamala Harris ha tenido que dar marcha atrás, arrepentirse de su ausencia de la comparecencia de Netanyahu ante congresistas y senadores, conversar con el genocida y fotografiarse con él, como acabó por hacer, mientras le demandaba al parecer el fin de tanta inhumanidad en Gaza. Veremos qué sucede.

La eliminación en Teherán del líder de Hamas, Ismail Haniya, aparte de mostrar la vulnerabilidad iraní, va a implicar o bien el fin de la ofensiva Israelí contra Gaza o bien el arranque de una ofensiva abierta israelí contra Líbano, con un alineamiento turco-árabe contra Israel. Con todo,
más dolores de cabeza para quien suceda a Joe Biden en la Casa Blanca.

Mientras, la Casa Blanca seguirá incordiando a medio mundo. Ahora le toca de nuevo a Venezuela, codiciada por sus copiosos recursos energéticos y minerales, y con unas elecciones observadas por cientos de veedores internacionales y que la fragmentaría oposición criolla no gana ni a la de tres, pese a las ayudas declarativas que surgen incluso desde Madrid, donde la comunidad multimillonaria venezolana tanto ascendiente va cobrando, sobre todo en el mundo inmobiliario y en el del comercio de gran lujo.

Luego vendrá la puesta de la proa militar estadounidense contra China, combate en el que Estados Unidos, quien allí manda, querrá involucrar directamente a Europa como fuerza de choque, como ha hecho en Ucrania, mientras alecciona a los partidos de extrema derecha y derecha extrema para que debiliten todo cuanto puedan al Viejo Continente, con la inestimable ayuda de quien gobierne en Londres. Hay que romper el eje Berlín-París, sea como sea, para sustituirlo por un eje Varsovia-Kiev, sumiso a los caprichos del halconato de la OTAN, aun a costa de degradar el nivel de vida de los europeos hasta rangos insoportables.

Todo está preparado para que Donald Trump, si sale reelegido si no le vuelan de verdad la cabeza, siga haciendo melonadas grandilocuentes llenas de peligro para la Humanidad o bien para que Kamala Harris, si se propusiera acometer algún cambio en la agresiva política exterior de Washington, fracase después de haber sido acusada de antisemita, sanbenito tan al uso de genocidas y apologetas del genocidio.

Tal vez Kamala Devi Harris, de 59 años, proabortista, ex senadora y ex fiscal general de California durante seis años, expediente académico excelente, integrante de la sororidad Alpha Kappa Alpha y de origen familiar materno de la India, cuente con una baza oculta por esta razón ya que, en la obsesión geopolítica estadounidense por cercar a China, una presidenta con nexos en la India, principal rival asiático de Pekín, tal condición sea altamente valorada por esa élite del poder norteamericano tan guerrerista, desprovista de todo tipo de escrúpulos y, siquiera, de una brizna de humanidad. Harris necesita el voto de 1.976 votos de delegados de la Convención Demócrata, que quizá pueda conseguir el 19 de agosto, para ello ya ha recaudado cerca de 200 millones de dólares para su campaña: el dinero canta por sí mismo. Si de veras quiere ganar los corazones de las buenas gentes norteamericanas, gestos como el de dar la espalda al criminal Bibi pueden granjearle las adhesiones que ella necesita para impedir la reelección de Trump, empeñado en desalinear a Rusia de China, mediante el fin del apoyo de EE UU a Ucrania. Mientras la guerra prosiga, Pekín no tiene otra salida que apoyar a Moscú, ya que tras el actual intento de pelar las barbas a Vladimir Putin, por cierto barbilampiño, las siguientes barbas a pelar por el complejo militar industrial estadounidense serán las de Xi Jinping, líder chino.

Cabe tal vez una sorpresa política, no se sabe bien si posible en forma de alianza de demócratas o republicanos con un Robert F. Kennedy, de 70 años, hijo del asesinado Fiscal General y secretario de Justicia con su hermano John Fitzgerald, que concurre como independiente a las presidenciales de 2024, con la esperanza de alejar el mal fario que sobre su católica familia se ha cernido desde hace décadas. Tal vez su militancia contra las vacunas y ciertas denuncias de conspiraciones, le sumen o le resten votos en un país tan polarizado como el gran Estado federal transatlántico.

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