Machado en la memoria

22 de febrero de 2024
1 minuto de lectura
Escultura de Antonio Machado hecha por Emiliano Barral. | Fuente: FI

Ungido por la luz más débil, don Antonio Machado sufrió el advenimiento de la fragua total que fue su circunstancia. Demasiado pronto le cambiaron los limoneros del sevillano palacio por el Instituto de la Libre Enseñanza con que Giner de los Ríos quiso llenar de libertad a los pocos pensadores que pensaban. Demasiado pronto, sin que tuviera edad para saberlo, le cambiaron
 
El sol por la luna
Y agua dulce por salobre.
Y el mar por una laguna
Y el oro fino por cobre.
Media naranja por una.

 
La filosofía y el amor fueron su fragua. El amor le llegó tarde, comprometido o enfermo. La filosofía le equivocó un poco su incalculable bondad de solidario. Pero la mansa luz que le vino en la soledad más grande, sirvió para que don Antonio buscara las palabras más comprometidas con las serenidades. De ellas nos ha venido este enamoramiento por la majestad de lo simple, por la luz que quema en los rincones.
 
Don Antonio Machado murió como todos moriremos: aprendiendo. Fue el 22 de este mes, coincidió en que era miércoles de ceniza aquel año de 1939: el sitio da lo mismo.
 
Ningún febrero debe irse con sus locuras sin que nos acordemos de él, sin que con él leamos lo último que escribiera: “Estos días azules y este sol de mi infancia”.
 
Se ha podido comprobar a medias que “estos días azules” evocaban el intenso vestido añil con el que vió por vez primera a Guiomar, doña Pilar de Valderrama, tapándose de los fríos castellanos. Y “este sol de mi infancia” quedó para siempre derramado en el Hotel Buñol-Quintana, de Colliure, donde la dueña le daba por las noches leche caliente con galletas.

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