Hoy: 22 de noviembre de 2024
El 15 de agosto de 2021, Afganistán pagó muy caro el cambio de rumbo de la política exterior estadounidense. La filosofía pacifista promovida por el actual presidente del gigante americano, Joe Biden, difería diametralmente de la que en su día enarbolaron George W. Bush cuando estrechó lazos con José María Aznar para detener a los responsables del 11-S, o incluso Barack Obama, quien prometió no descansar hasta capturar al líder de Al Qaeda, Osama bin Laden.
Hace un año, Hibatullah Akhundzada se erigió como caudillo supremo de los talibanes y se convirtió en el rostro visible de la dictadura personalista y monocolor que se avecinaba y que, después de 365 días, han corroborado los datos y los hechos. Akhundzada figura dentro de la lista de perseguidos por la Casa Blanca y por la ONU y ha sido acusado por esta última de haber cometido crímenes contra la humanidad.
Como cabía esperar, el gobierno afgano se sustenta sobre una ideología teocrática que responde a la condición mulá de su titular. Los mulás forman parte de una rama del islam caracterizada por su gran erudición en materia religiosa y, por tanto, no es casualidad que la primera imposición de Akhundzada haya sido la interpretación rigurosa de la “sharía” o ley islámica.
Dichas interpretaciones incluyen la marginación de las mujeres de la vida social. Se las obliga a cubrirse con un hiyab y se les impide asistir a la escuela secundaria. Tampoco pueden realizar viajes largos y, en caso de que su esposo decida emprenderlos, deben permanecer encerradas en casa. Asimismo tienen vetado el acceso a cargos públicos como la política y la represión es cada vez más notoria en el sector periodístico.
El resto de la población se ve sometida a los constantes exámenes del Ministerio de la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio, una herramienta creada por el régimen para garantizar el cumplimiento de los axiomas del islam y organizar la represión contra los disidentes.
Bajo el pretexto de mantener la estabilidad y la seguridad nacional, el régimen ha regresado a sus antiguas conversaciones con la cúpula de Al Qaeda, con quien conservan un férreo vínculo de más de dos décadas. Aún después de un año de la formación del gobierno se especula si este acercamiento obedece a la necesidad de aunar efectivos que colaboren el aparato de represión contra las minorías sijs e hindúes, vetustos rivales de los mulás.
El hambre también asola a los ciudadanos afganos. Según un informe de UNICEF, “los afganos destinan el 90% de sus ingresos a comida y solo uno de cada diez come lo suficiente”. La propia ONU también ha afirmado que Afganistán “continúa afrontando la mayor prevalencia mundial de insuficiencia alimentaria”, lo que ha sumido al país centroasiático en una crisis humanitaria sin precedentes en apenas un año.
La capacidad de reacción de Akhundzada quedó demostrada en junio de este año, cuando un terremoto de magnitud 6,0 en la escala de Richter zarandeó tanto Afganistán como Pakistán, cobrándose la vida de al menos un millar de personas. El régimen fue incapaz de hacer frente a las consecuencias de la catástrofe y se negó a solicitar ayuda internacional.
Actualmente, ningún Estado ha manifestado su apoyo al proyecto político de los talibanes, aunque algunos países como China o Rusia aún mantienen abiertas sus embajadas. Ni siquiera los expertos son capaces de vaticinar cuáles son los planes a largo plazo del gobierno mulá, ni se atreven a conjeturar cuántos años más durará la pesadilla que a día de hoy viven despiertos millones de afganos.