¿Y qué diría la paz?

14 de octubre de 2025
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Nobel de la Paz. | EP

El Premio Nobel de la Paz, ese oscuro objeto del deseo de políticos, ha perfeccionado el arte de la paradoja hasta niveles de virtuosismo

Hay galardones que, con el tiempo, se convierten en la propia sombra de lo que un día pretendieron honrar: Henry Kissinger, Aung San Suu Kyi, y otros impresentables. El Premio Nobel de la Paz, ese oscuro objeto del deseo de políticos, ha perfeccionado el arte de la paradoja hasta niveles de virtuosismo. No es que haya perdido su brillo; es que lo ha intercambiado por el resplandor de una transacción geopolítica.

Pero esto no es nuevo. No hace mucho, en el año 2009, un joven, Barack Obama, llegó a Oslo no para cerrar una guerra, sino para defenderla mientras sostenía su Nobel, que le fue concedido por sus “esfuerzos extraordinarios para fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos”. En otras palabras: por las promesas, por la atmósfera. El hombre que a la postre multiplicó el uso de los drones militares; expulsó a miles de migrantes, e incidió de mala manera en la vida de miles de civiles, se convirtió en paladín de la paz. La ironía ocupó un asiento de honor. El Comité Noruego no premiaba un acto, sino un aura.

Esto no fue una anomalía; es el síntoma de una enfermedad crónica. El Comité ha decidido jugar a ser un actor más en el tablero global, repartiendo virtud como si fueran golosinas. Con cada elección cuestionable, no sólo desdibuja el legado de figuras como Mandela o Malala, sino que escupe a la cara de miles de personas cuyas vidas son un monumento silencioso y constante a la paz. Mientras el Comité delibera, existen hombres y mujeres en rincones olvidados del mundo que protegen a sus comunidades, defienden los derechos humanos, y tejen, con paciencia, los frágiles hilos de la concordia. Esos seres, cuya eficacia se mide en vidas salvadas y no en titulares ganados, rara vez reciben más que una mención perdida en un informe. Ahí están Marwan Barghouti, Francesca Albanese, Brighton Ariampa, y muchos otros, libres o presos, que han hecho grandísimos esfuerzos por proteger a la humanidad de una parte de sí misma.

El problema de fondo es la confusión entre la paz como resultado y la paz como narrativa. Al premiar las intenciones sobre los hechos, el Comité desprestigia la propia esencia del galardón. Convierte lo que debería ser un faro de esperanza en una lamparita que ilumina justo lo que unos pocos quieren que veamos.

Al final, uno no puede evitar preguntarse si el verdadero mérito para ganar un Nobel de la Paz no reside en haber logrado la paz, sino en haber logrado que el Comité Noruego “crea” que se está logrando. Es un premio que, en su afán por influir, termina por diluirse. Se vuelve en su propia y más poderosa contradicción: un instrumento de guerra simbólica disfrazado de rama de olivo.

Y en este juego perverso de confusiones, ambiciones e intereses, quienes más pierden son la paz misma y aquellos que, en silencio y sin galardones, la construyen todos los días.

Por su interés reproducimos este artículo de Diego Latorre López publicado en El Heraldo de México.

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