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Tarjeta de boda

Imagen de un corazón resquebrajado marcado en un árbol.| FUENTE: alegorias.es

Todas las novias tardan en llegar a las iglesias una eternidad: el maquillaje, el vestido y la complicada ingeniería de la cosmética, provocan generalmente la tardanza. Mientras, los nerviosos prometidos, fuman un cigarrillo en la sacristía al tiempo que escuchan en su corazón una campana que aturde o que recrea, una campana que siempre es echada al vuelo por las desesperadas manos de la soledad.

Esta novia tenía los ojos grandes y dormidos, y un temor en el rostro como venido de lejos. Su mirada, más que mirar, hería pidiendo auxilio. Cuando pudo llegar al final de la roja alfombra por la nave central de la iglesia, entre sonrisas de circunstancia e improvisadas “expertas” en distribuir bien la cola del vestido, el novio la esperaba al pie del altar para darle la mano y la bienvenida. Pero como el vestido era una esponja de blancos y sobraba encaje por todos sitios, a poco si se cae al subir el primer escalón. Este fue, entre dientes, el comentario del novio:

– Eres la misma estúpida de siempre…

La sangre de nuevo le atravesó el maquillaje, y aquella niña que parecía venir del largo corredor de la costumbre, comenzó de pronto a ser una segura mujer desconsolada.

– ¿Quieres por esposo a…, llegó sin mucho entusiasmo a preguntar el cura, que había observado en todo una cierta tristeza.

– No, no y no, contestó dulce, firmemente, mientras miraba con rabia los anillos. No, porque si el primer día, el día que todo se olvida y siempre se recuerda, el novio amado me llama estúpida, qué solitario, que oscuro porvenir me espera.

En ese instante, Borges desde sus versos nos dio la explicación:

Somos nuestra memoria,

somos ese quimérico museo de formas inconstantes,

ese montón de espejos rotos.

La novia atravesó sola, y de regreso, el inacabable pasillo del templo que se perdía en la calle. Nadie conocía el por qué. Nadie se podía figurar que en un instante una mujer se había bebido entera la copa del desprecio.

Todo cuanto es hombre/mujer, corazón o misterio, precisa recibir un equilibrio en lo que escucha. El ser humano, para crecer, necesita, no sólo sentirse amado, sino que ese amor se manifieste con elegancia  —sin afectaciones, pero con elegancia—, que deje al mismo tiempo estímulo y reposo, certeza de que ese bien no va a acabarse. Se necesita, algo así como lo que Pascal señalaba: espíritu de fineza y espíritu de geometría. Fineza, porque desde ella la voluntad se vuelve música; geometría, porque lo desmedido siempre es quebranto. Las destemplanzas, los gritos, la malsonancia del convivir en tantos matrimonios, es una herida continua por donde se escapa inevitablemente el gozo de los buenos principios.

Al amor se le llama precisamente amor porque nada pretende y da vuelta, sin embargo, a la vida. Sin llegar a ninguna parte, se sabe que va lejos. Se identifica porque lleva siempre un pañuelo en la mano que puede ser de recibimiento o despedida, depende de nosotros. En cada roce, el amor muere y con cada caricia resucita.

Para los creyentes, el amor es otro Guadalquivir de vino que en Dios tiene la fuente y que nos lleva, de la mano y borrachos, a un porvenir de paraísos.

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