Me gusta ir a los bares de los pueblos donde no me conocen y escuchar el roce de los vasos al derramarse sobre ellos la cerveza o ver el humo que atolondra las voluntades en el mármol de las mesas frías. En estos bares, que también se llaman tabernas, unos gritan y otros hacen como que piensan en su pasado irreal, en mentirosas aventuras que se han contado a sí mismos como una forma de sentirse verdaderos… Casi todos los bares de los pueblos son una especie de cátedra donde se expresa lo aprendido del sol y de los trigos, que Miguel Hernández echara de menos en su despedida.
En la cordobesa taberna de El Potro, dicen que Julio Romero de Torres se bebía los vinos amontillados a sorbos lentos, hasta que adivinaba en la tercera copa el color del cobre que luego trasladaba a su pintura. Nadie pintó como él el hechizo amarillo de los limones junto a las naranjas. Ni las medias de seda en las piernas de una mujer. Ni el fuego a punto de incendiarse en los braseros.
Después de muchos años sabiéndolo fui a la taberna del pueblo donde contaba mi madre que iba su abuelo tres veces en semana a compartir media docena de zorzales que regaba con buena manzanilla de Sanlúcar. Descubría la señal de sus límites cuando, apenas sin líquido en la jarra, oliéndole ya la boca y la palabra, comenzaba a declamar los mismos estribillos: ¡Putas escopetas! ¡Putas escopetas!… Nadie sabe por qué repetía lo mismo cada vez que en la taberna daba cuenta con los amigos de la jarra acostumbrada. El último día en que gritó con más fuerza lo de “putas escopetas” anunciaron por radio que había estallado la guerra civil. Algo intuiría él por debajo de la sangre.
A esa taberna fui, como digo, en busca de una huella imposible. Junto a la ventana desganada que da al patio de ahora, sorprende una jaula con loro verde embalsamado dentro y con la portezuela abierta. Al preguntar por la curiosidad aquella del loro detenido, supo el camarero responderme:
-Los que vienen aquí y se toman más de una copa, no están en condiciones de hacer memoria si el loro está vivo o muerto y hasta puede que ni siquiera sepan si en este bar hay una jaula.
…Y es que después de todas las borracheras suele recordarse sólo aquello que no se ha visto.
En las tabernas de mi pueblo hoy están prohibidos los zorzales y permitidas las blasfemias. Se corta del jamón lo más sabroso y en las conversaciones se voltean las sombras familiares como campanas que sonaran a lo lejos… Disecado y verde, colgado también en una extraña jaula, el pensamiento.