El camino de la vida es una encrucijada de encuentros, un tapiz tejido con hilos invisibles que conectan a las personas en momentos precisos. A menudo, tendemos a atribuir estos cruces a la simple casualidad o a un golpe de suerte. Sin embargo, una mirada más profunda revela que cada persona que llega a nuestra existencia, cada interacción, por fugaz que sea, lleva consigo un propósito inherente, siendo este el principal y prioritario propósito de Dios. Estos encuentros no son fortuitos; son lecciones en movimiento, espejos que reflejan nuestras propias virtudes y defectos, y son instrumentos divinos para el crecimiento personal y espiritual.
La vida, en su infinita sabiduría, nos presenta a personas que actúan como maestros, sin importar su edad, profesión o estatus social. A veces, nos encontramos con alguien que nos enseña una valiosa lección de humildad, paciencia o fortaleza. Otras veces, es un encuentro que nos empuja fuera de nuestra zona de confort, forzándonos a enfrentar miedos o a reconsiderar nuestras creencias más arraigadas. Estos individuos son catalizadores de cambio, presencias que nos despiertan, nos sacuden y nos invitan a un nivel de consciencia más elevado. Su papel no es el de quedarse para siempre, sino el de cumplir su misión y seguir su propio camino, dejándonos una huella imborrable.
Galileo Galilei afirmó: «Nunca he encontrado una persona lo suficientemente ignorante como para no aprender algo de ella». Esta verdad universal refuerza la idea de que la sabiduría puede emanar de cualquier fuente, recordándonos la importancia de mantener una mente y un corazón abiertos.
La sabiduría bíblica lo sentencia de manera contundente: «Hierro con hierro se afila, y el hombre aguza el rostro de su amigo» (Proverbios 27:17). Este antiguo proverbio subraya la naturaleza transformadora de las relaciones humanas, donde cada persona es un cincel que pule y moldea el carácter del otro.
Más allá de la instrucción, hay encuentros que tienen el propósito de sanarnos o de recordarnos nuestra humanidad. En un mundo donde la individualidad y el egoísmo a menudo prevalecen, las personas que cruzan nuestro camino pueden ser un bálsamo para el alma. Un desconocido que nos ofrece una palabra de aliento en un momento de desesperación, un amigo que nos tiende la mano sin pedir nada a cambio, o incluso la simple sonrisa de un niño, tienen el poder de recordarnos la belleza de la conexión humana y la importancia de la empatía. Son recordatorios vivientes de que no estamos solos, de que formamos parte de una red de consciencia colectiva donde cada acción, cada gesto de bondad, tiene una resonancia mucho más amplia de lo que podemos imaginar.
El agradecimiento es la base de un alma bien nacida, y es la instancia preponderante y más trascendente de la cual se puede hablar. La escritora Ana Karen Villazón lo resume de manera magistral: «Honre a las personas que le abrieron a usted algo que usted no tenía antes. ¿Quiénes son puertas en su vida? Son personas que le dieron a usted acceso a una bendición y que si no las hubiera conocido no la hubiera obtenido. Porque muchas personas se cierran las puertas cuando no honran a las personas que le abrieron la puerta a una bendición. Y después viene la soberbia y se le cierran las puertas». Como bien lo expresó el insigne Miguel de Cervantes, «es de bien nacidos ser agradecidos». La gratitud no es solo un acto de cortesía, sino un estado de consciencia que nos permite reconocer y valorar estos encuentros con su verdadero significado. Al agradecer la presencia de cada persona en nuestra vida, estamos aceptando la lección que traen consigo. La ingratitud, por el contrario, cierra el flujo de la sabiduría y de las oportunidades, pues nos vuelve ciegos ante la magnificencia del propósito divino.
Cada encuentro, cada persona, es una pieza en el gran rompecabezas de nuestra existencia. Las personas que nos lastiman también tienen un propósito: el de mostrarnos nuestros límites, nuestras vulnerabilidades y nuestras áreas de crecimiento. En ocasiones, estos encuentros dolorosos, aunque difíciles, son una prueba divina que nos purga de nuestros pecados y nos fortalece el espíritu. Del mismo modo, cuando se nos presenta la oportunidad de hacer el bien, es Dios quien nos coloca en un momento crucial para que, a través de nuestra bondad, también purguemos nuestras faltas. Las personas que nos aman nos recuerdan el poder del afecto y la importancia de dar y recibir. Todos los que conocemos son parte de un plan superior, diseñado para forjarnos, humanizarnos y guiarnos hacia nuestro verdadero destino. Al comprender esta verdad, dejamos de ver a las personas como meros actores secundarios en nuestra historia y empezamos a verlas como guías sagrados que nos acompañan en el viaje más trascendental de todos: el de convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos.
«No hay encuentro casual, todas las personas que entran en nuestra vida vienen por una razón.» – Paulo Coelho
Dr. Crisanto Gregorio León,
Profesor Universitario