Hay personas que tienen los ojos pequeños y las mejillas orondas. Por eso, cuando ríen se les cierra la raya de la luz y aprovechan para verse por dentro pero, como no se gustan, dejan las sonrisas para otro momento y así descubrir las refriegas de alrededor que, al ser ajenas, duelen menos que las propias.
Es el caso del señor Rufián. Como tiene buen sueldo y vive en Madrid, por lo que se ve ha hecho acopio de una lista de restaurantes que incitan a los charnegos a olvidos lingüísticos y a sobresalientes almuerzos. Algunos, seguramente envidiosos, le echan en cara que no cumpliese con su promesa de acabar como diputado en la anterior legislatura. Su servicio a Cataluña es impoluto como embajador en tierra extranjera. Recuerden que el señor Rufián volvería a Cataluña cuando fuese república; mientras tanto, ¿cómo prescindir de un escaño que le proporciona tanta sabrosura?
Me dicen que sólo es Graduado Social pero, oyéndolo, parece que estoy escuchando a San Juan Crisóstomo, resucitado en su elocuencia.
Siga cuidando, señor Rufián, el apetito y la elegancia de su vocabulario.