Se corrió la voz en el pueblo como un reguero de sombras: Antonio, el hijo de los Quesada, que estudiaba segundo de latín en el Seminario de San Pelagio, había muerto a los catorce años, de pronto, igual que se desprenden las estrellas a lo lejos
La casa se llenó de flores y de llantos que los curiosos de alrededor potenciaban con su propio alboroto. El cura don Manuel insistió al sacristán en que las campanas doblaran a muerto toda la tarde hasta que el pueblo entero se llenara de sonidos oscuros, velados, por el adiós temprano de Antoñito, que parecía respirar inerte y satisfecho encima de la cama.
La madre del seminarista, Dolores, iba a misa a diario pidiéndole a Dios que le concediera un hijo cura, pero se lo quitó antes de que llegara a serlo… eso decía la gente, intentando justificar tanta tristeza.
El obispo de Córdoba, don Manuel Fernández Conde y García del Rebollar presidió el entierro. Como era pequeño de estatura, necesitaba distinguirse con ropajes dorados, anillos y guantes, cual príncipe que fuera a ser coronado. Vinieron a la despedida todos sus compañeros de curso y nos quedamos en el pueblo sin el cura soñado como si alguien, también de pronto, hubiera espantado las esperanzas.
Pedro Villarejo