LA FRAGUA DE LAS ALIANZAS
Hasta no hace mucho, cuando a un carmelita se le preguntaba la edad, contestaba sus años a partir de su ingreso en el noviciado, como si la vida no contara y el hábito fuese la primera estación de las muchas que esperan.
–¿Qué pide?
Se le pregunta siempre al muchacho que llega.
–La misericordia de Dios, la pobreza de la Orden y la compañía de los hermanos.
Se siente, entones, el corazón de un reloj que se despierta y una respiración que seca la lluvia del llanto en la mejilla. En un instante, sin que se sepa cómo, unas manos nos despojan de la ropa vieja mientras otras cubren con larga lana nuestra altura.
–¿Qué pide?
Y se comienza.
Parece que era miércoles de ceniza aquella fiesta de San Matías de 1563 cuando Juan de Yepes recibe el hábito de Nuestra Señora para apartarse más y apretarse más, según cuenta el biógrafo de su hermano Francisco.
Cómo se desarrolla su año de noviciado, quién es su maestro, en qué consisten sus apreturas… siguen siendo una sombra apenas iluminada por un par de testigos que lo vieron.
Ayudar a misa y ejercer oficios trabajosos con humildad, puede que sean pocos datos reveladores de una conciencia que se estaba haciendo sin ruidos. Muchas veces es, en esta fragua silenciosa de la vida, donde se forjan las más valiosas voluntades. El fray Juan de más tarde, el del poema escapado como alivio de luchas, el de las situaciones límite, tiene necesidad ahora de recrearse en el sosiego de sus comienzos.
En el noviciado, lo primero que descubre fray Juan es la campana. Ella es la voz que todo lo predica, lo advierte, lo señala con una precisión inalterable. La campana fija el horario de las misas, cuándo termina la oración o el sueño, en qué momento el plato humea sobre lo oscuro de la madera… Esta rutina de hacer siempre lo mismo, y por fuera, sería inocuo si una gubia, por dentro, no estuviera haciendo su trabajo de flecha: sólo después de muchos años el novicio se asombrará de aquella lenta y misteriosa manera de morir… y de resucitar.
Pero en el noviciado nadie enseñará a fray Juan a manejar el fuego sin quemarse, nadie a ir redondeando el anillo de boda para el Esposo: día a día se le colará por la ventana el Novio con la tierna violencia de quien reclama lo suyo, con la mano abierta de quien espera racimos. Y fray Juan estará solo a la hora de responder.
En su primera año de carmelita fray Juan, como era de rigor entonces, ha de leer las Constituciones del beato Soreth e incluso aprender algunos párrafos de memoria que aclaren para siempre su identidad.
Teresa de Jesús, en su admirable capacidad de síntesis, va a resumir la lectura de estas Constituciones en una sola frase: Recuerden la casta de donde venimos… Y venimos de la oración y a la oración vamos; mientras, el hombre entretiene su necesidad de Dios a la espera de que podamos llegar a Él con el fruto cortado.
Pero fray Juan tiene un año para empaparse de la casta, para descubrir su propio monte y subirlo, dejándonos la tarjeta de las invitaciones. Un año para darse cuenta de que a Dios si le llevan por bien y a su condición, harán de Él cuanto quisieren. (III S. 44,3).
Así llega a la mitad de 1564 en que ofrece a Dios y al Carmelo su profesión religiosa:
–Yo, fray Juan de santo Matía, prometo obediencia, pobreza y castidad a Dios y al Reverendo Padre Fray Juan Bautista Rubeo, de Ravena, Prior General de la Orden de los Carmelitas…
Firman el acta los padres Alonso Ruiz, superior del convento; Ángel de Salazar, provincial. Y don Alonso Álvarez de Toledo, que vio para siempre deshechas sus ilusiones de tenerlo como capellán del Hospital donde había entrado a servir.
El duende