Dos de las características más destacables en la escuela de don Servando, y que sólo en ella se daban, consistía en que, entre los dieciséis alumnos de todos los cursos, crecían juntos niños y niñas sin ninguna distinción de clases: la hija del pescadero con el hijo del boticario, la niña acostumbrada a que su padre herrara los caballos con el hijo del aguador o la hija preferida de un campesino rico. Aunque de vez en cuando asomaban sus raíces en pequeñas discusiones, todos avanzaban en un eje común de entendimiento. Esa era la propuesta indispensable de don Servando. Las familias de los que entraban, si podían, aceptaban esa como la más favorable de las condiciones.
Como es natural don Servando valoraba las singularidades de cada uno, las distinguía y las potenciaba, pero achicando las importancias cuando alguno sacaba demasiado la cabeza para señalar categorías o hacerse notar sin venir a cuento.
-Eso son trampas del demonio, cortaba el bueno del maestro con su dedo índice y su bigote erguido.
La casa de don Servando, donde él congregaba a sus alumnos, disponía de un patio grande con toldo, para que en los veranos se amortiguaran los calores. Y ese patio desembocaba en un jardín-huerta, muy espacioso, con cobertizo al final donde las mulas comían alfalfa en los pesebres y se defendían de las moscas moviendo la cola en compases sucesivos. Junto a ellas, un carruaje de transportar grano y a todos los alumnos en alguna que otra excursión que don Servando inventaba. Cubierto con una especie de hule cuarteado, un pequeño landó que vino en tren desde Navarra y en el que soñaba el maestro con tiempos nuevos y horizontes distintos cuando viajaba solo. Le tenía un cariño especial porque en ese landó fueron los padres de don Servando a su viaje de novios, nada más salir de la iglesia.
Los alumnos más imaginativos inventaban un mundo para recorrer sin sobresaltos subidos en aquella berlina, descansar en prados infinitos y bañarse en lagunas que aparecieran de pronto rodeadas por la sombra de los árboles.
En la huerta jardín de la casa espaciosa donde estudiaban, practicaban los alumnos sus habilidades plantando patatas o cebollinos o podando el jazmín, que casi cubría la puerta de entrada; o quitaban a los rosales las espinas. A veces discutían acalorados por lo que era más conveniente bajo la tutela respetuosa y lejana de don Servando, que aprovechaba toda ocasión para arroparlos con una sentencia:
-Lo que más conviene en cada caso es respetar los tiempos que necesita toda planta para llegar a ser ella misma. Igual que los humanos, toda aceleración es despropósito.
Los días de invierno, cuando silbaban como almas en pena los vientos de Cazorla persiguiendo sombras, se caían las hojas de los sembrados con la consiguiente tristeza de los sembradores. Al ver cómo algunos se licuaban en su propia tristeza, don Servando intervenía de nuevo con respetuoso tratamiento:
-Tienen que irse acostumbrando, amados alumnos, a que no todo lo que se siembra florece como uno quisiera. En el camino siempre hay inconvenientes, vientos feroces que no se dejan manejar por manos delicadas.
-De modo que, cuando esto suceda, arriba el ánimo y vuelta a sembrar hasta que venga de nuevo la esperanza de mejores cosechas.
Don Servando seguro que hablaba para sí mismo, restaurando en su corazón los ánimos caídos, las desventuras y desamores que asolaron a medias el jardín de su vida. Todo regresará a su tiempo cuando el tiempo se ha perdido… al menos eso era lo que él creía y sus alumnos en él imaginaban.
René era más de conversación que de siembras en la huerta del maestro. Más bien a él le gustaba sembrar por dentro donde los vientos arrecian de otra manera y a su edad hacen menos daño. Más tarde los vendavales serán tan fuertes, tan inesperados que hasta llegarán a destruir la roca de los pensamientos. Pero René sabría defenderse de las tempestades y para eso leía y leía los libros que don Servando le acercaba entre consejos atinados.
Cuando René se quedaba ensimismado en ellos don Servando le repetía:
-Dios, Patria y Rey, pero Dios primero, para que todo lo que venga detrás se purifique.
Pedro Villarejo
«Toda aceleración es despropósito». Es muy cierto este aserto, señor Duende.
Son muy bonitas las historias de René. Es como transportarte a esa época.
buena lectura de René.
Me recuerda tiempos pasados donde internet ni se imaginaba. Aquellas costumbres, la lectura recrea
Grata lectura del señor Duende.
Me gusta esta forma de relajarme
Les agradezco a todos la cercanía y cordialidad de sus comentarios.
Un abrazo
Pedro