Hoy: 16 de diciembre de 2024
Parece mentira que la distinción entre Gobierno y Estado, básica distinción política, sea ignorada por la mayor parte de la clase mediática, la judicatura, la corporativa y, lo que es más grave, por, como poco, la mitad de los dirigentes políticos en España.
Da la impresión de que muchos de cuantos acceden a los partidos políticos, a las principales instituciones, corporaciones y, sobre todo, a sus cúpulas dirigentes, hace tiempo que no leen un libro y mucho menos un libro de Ciencia Política. La política no es el menudeo, la zancadilla, la descalificación y el insulto. No. Eso lo sabe hacer cualquier tipo maleducado y soez.
La Política, con mayúscula, y en democracia, es una disciplina tan necesaria como digna, capaz de decidir entre opciones distintas y elaborar leyes que explican el comportamiento político, es decir, la dinámica social; leyes que vienen a ser probabilidades típicas, comprobadas por la experiencia, reiteradas por la observación y previsibles. Son pautas capaces de ser generalizadas, por consiguiente, útiles. Lo cual da a la Política la cualidad de una Ciencia social de primera magnitud.
Y todo ello, concerniente al poder, es decir, a la capacidad de imponer la voluntad propia a los demás. De múltiples formas. O bien por la fuerza o bien por la persuasión o la disuasión. En el mejor de los casos, con inteligencia. Para medir el poder es preciso analizar la relación de tal poder con otros que concurren en la escena. Y para tumbarlo, será necesario crear uno más fuerte. Esto son axiomas, verdades que no necesitan ser demostradas porque resultan evidentes. Pero muchos las desconocen e ignoran.
Vamos al grano: ¿qué es el Estado y qué es el Gobierno? El primero es una construcción sociopolítica suprema, un cogollo de relaciones que tiene por objeto mantener y ampliar el poder que surge de la sociedad de una nación determinada, preservándola en el tiempo histórico y en el espacio territorial (en sentido amplio, mar, aire y subsuelo). El Estado predica de sí mismo que es la entidad suprema, dotada de la máxima estatura moral para emitir leyes, capaz de ejercer legítimamente la coerción y también, la tarea de garantizar los intereses públicos y los intereses privados de una sociedad nacional determinada. Es este un cometido supuestamente arbitral.
A grandes rasgos puede decirse que el Estado protege los intereses generales para la supervivencia de un país en el largo plazo, esto es, asume los compromisos estratégicos, de larga duración, de la comunidad política a la que sirve y de la que surge.
Por su parte, el Gobierno gestiona, en lo inmediato, lo próximo y lo táctico esos intereses que el Estado proclama y dice defender. Los Gobiernos pasan, los Estados permanecen. La táctica ha de someterse siempre a la estrategia. Si no es así, sobreviene, inexorablemente, una situación política crítica: un cambio, evolutivo, reformista, una involución o bien, una conmoción revolucionaria.
Comoquiera que el axioma del divorcio entre la acción gubernamental y la garantía estatal de los intereses generales, lo ignora buena parte de las instituciones, partidos, corporaciones y dirigentes precitados, todo el aluvión de ataques que suele proyectarse contra este o aquel Gobierno, de acá o de acullá, carecerá de importancia transformadora alguna. Y ello, ya que el nudo crítico de un Gobierno surge, no cuando se le hincha la boca al portavoz vociferante de turno con zafias diatribas, como solemos escuchar -y sufrir- tan a menudo por estos lares; sino, más bien, cuando la acción gubernamental deja de satisfacer los intereses permanentes del Estado y se desgaja de él.
No deseo dar ideas a nadie, válgame el cielo de hacerlo. Lo que sostengo es que mientras un Gobierno se atenga a esa máxima de respeto a las directrices estatales en el largo plazo, ese Gobierno tiene todas las papeletas para perpetuarse. Si garantiza la salud económica y social del país, con prácticas de limpieza moral, proseguirá en el machito hasta que incurra en vulnerar tales compromisos.
Por eso resulta tan fatigoso seguir el curso de determinadas oposiciones políticas, porque no saben, ni pueden, ni aciertan más que pinchar en hueso una y otra vez, cuando tal o cual Gobierno adecua sus actos a esa congruencia con la esfera de lo estatal; cuando su táctica es congruente con la estrategia; cuando el corto plazo se incrusta en el largo plazo.
Y eso es lo que tanto le cuesta admitir, sobre todo cuando carece de pruebas en contrario, a la fracción de la clase política y judicial hispana desalfabetizada de conocimientos políticos, más también a algunos oportunistas que, desde posiciones de poder, cabriolean en ocasiones con medida demagógicas, mientras olvidan la atinencia a tan rígido principio como el que anexa estrategia y táctica.
Perdone el lector por este texto tan arduo, pero clama al cielo ver tanto necio metido a político, degradando un arte, una ciencia capaz de generar satisfacción y resolver problemas para un número muy elevado de personas de un país y degradando tan noble actividad a la condición de kikirikante gallinero, con efectos sociales muy dañinos por la inepcia e incultura de aquellos.
Causa asimismo vergüenza ajena ver a ciertos próceres, desde la gran empresa a la Judicatura, la escena, el deporte o la institución religiosa, carecer de la mínima cultura política para comprender decisiones necesarias y mostrarse como torpes e irresponsables en un terreno con tanta trascendencia social como el de las decisiones con alcance político o social como, por ejemplo, los fallos judiciales.
¿Por qué un arquitecto, un ingeniero, un escritor de periódicos, un profesional de nombradía en lo suyo, desconoce algo tan elemental como que uno de los requisitos cardinales del poder político es conservarlo en todas las condiciones posibles o que, para superarlo, solo sea posible generar otro más fuerte? ¿Tanto cuesta escuchar, leer, digerir algunos principios e informaciones al alcance de la mano, para averiguar que el poder necesita legitimarse mediante leyes que sean voluntariamente obedecidas por la sociedad? ¿Por qué desconocen, igualmente, que para refrenar el poder, la Ética es la mejor herramienta, puesto que la mejor Política es la ecuación equilibrada entre el poder y la moral pública, entre la fuerza y el respeto a las leyes legítimas?.
De veras, el grado de incultura política entre las élites de nuestro país es alarmante. Claro que coadyuvan muy mucho en esta desertización las instituciones, las empresas y los partidos regidos por analfabetos políticos voluntarios, o los tribunales presididos por jueces sin formación social, en sintonía con un tropel de tertulianos que ni siquiera son capaces de hacerse escuchar en debates cuyos moderadores/moderadoras olvidan el sagrado respeto debido a las audiencias.
Esto resulta particularmente grave ya que las tertulias audiovisuales, cuando suprimen los bullicios, podrían ser mecanismos de debate, instrucción y cultura políticas al alcance de miles, incluso millones, de escuchantes y telespectadores, que no tienen muchas otras formas de acceder al conocimiento político.
Para elevar la cultura política general no vendría nada mal derogar la Ley de Secretos Oficiales de 1968, preconstitucional, emitida cuando muchos franquistas decidieron blindar y ocultar un pasado tan adverso para la sociedad española como el que tantos de ellos tan cruelmente protagonizaron. Al desvelar o al menos poner plazo a la desclasificación de los secretos de Estado, que actualmente carecen de plazos de revelación, esa información hasta ahora secuestrada al pueblo español, podría servir para extender la cultura política y fortalecer la conciencia democrática, tan debilitada aquí por tanto incompetente metido a político, juez o tertuliano.