Muere Pepe Mujica, el presidente uruguayo símbolo de la revolución tranquila que fascinó y conquistó al mundo

14 de mayo de 2025
3 minutos de lectura
Muere el expresidente de Uruguay Pepe Mujica
Mujica, aclamado por los uruguayos. /Captura BBC

El político mostró una forma de gobernar desde la sencillez y la austeridad que incomodaba a la clase política acomodada

Muere José Mujica, el audaz político uruguayo que asombró al mundo como “el presidente más pobre”

En un continente donde la política suele confundirse con el espectáculo y el poder con el privilegio, José Mujica se convirtió en una anomalía que no dejó de incomodar. Lo llamaron el “presidente más pobre del mundo”, pero él corrigió: “Yo no soy pobre. Pobres son los que precisan mucho.”

A los 89 años, José Alberto Mujica Cordano murió en la misma chacra a las afueras de Montevideo, rodeado de gallinas, libros y silencios.

Con su inconfundible hablar entrecortado, su cuerpo gastado por los años de prisión y los años de trabajo, Mujica representará siempre una figura que no encajó ni en el molde del revolucionario romántico ni en el del político profesional. Seguirá siendo un sobreviviente de su propia utopía.

Entre la pólvora y el jazmín

Había nacido el 20 de mayo de 1935. Hijo de una familia modesta, perdió a su padre siendo niño. La figura de su madre, Lucía Cordano, una mujer de temple fuerte y convicciones férreas, fue central en su formación.

En los años sesenta, Mujica abandonó la militancia tradicional y se sumó al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, un grupo guerrillero urbano que tomó las armas contra la democracia liberal, buscando justicia social por la vía insurreccional.

Lo balearon seis veces. Estuvo preso durante casi quince años, muchos de ellos en condiciones inhumanas, aislado, sin hablar con nadie más que consigo mismo. Esa experiencia lo marcó para siempre. Salió de la cárcel con menos odio del que entró. “Aprendí a conversar con las ranas”, dijo alguna vez. Pero también aprendió otra cosa: que, sin ternura, ninguna revolución vale la pena.

Un presidente a contramano

Su vida fue ejemplo en palabra y obra.

En 2010 asumió la presidencia del Uruguay. Tenía 75 años. Lo eligió un país que empezaba a cansarse del marketing y de los políticos de manual. Mujica llegó sin corbata, con un discurso sereno y sin rencores. Gobernó desde la austeridad, pero también desde el riesgo. Legalizó el aborto, el matrimonio igualitario y —con un gesto de avanzada a nivel mundial— reguló el mercado de la marihuana.

No era un ideólogo. Era un pragmático. Su fuerza no estaba en los discursos brillantes ni en la estrategia partidaria. Estaba en su coherencia. En bajarse el sueldo. En rechazar mudarse a la residencia oficial. En seguir yendo a su chacra en su viejo Volkswagen celeste. En hablarle al mundo, desde la ONU, como un campesino que recuerda que “el desarrollo no puede ser contra la felicidad”.

Mujica no se creía un santo. Tenía contradicciones, como todos. Fue acusado de no haber reformado lo suficiente la estructura económica. De haber sido blando con los poderosos. De hablar mucho y hacer poco. Pero incluso sus detractores le reconocen una virtud poco común en política: decir lo que pensaba y hacer lo que decía, incluso cuando no era conveniente.

La filosofía del límite

Detrás de su figura campechana, Mujica esconde una lectura lúcida del tiempo que vivimos. Habla del “consumismo como la nueva religión” y de “la libertad como una trampa cuando está atada al mercado”. Su filosofía no es académica, sino vivencial. No citó a Marx ni a Kant, pero hablaba de la muerte, del amor y del capitalismo tardío con una claridad desarmante.

Solía repetir que “el hombre moderno ha hipotecado su tiempo en función de comprar cosas que no necesita”. Y lo decía sin condenar, sin levantar el dedo, como quien simplemente estaba describiendo un paisaje.

Su influencia trascendió el Uruguay. Intelectuales, ambientalistas y jóvenes desencantados con la política han encontrado en él una voz distinta. No una receta. Una postura. Un recordatorio de que la política no debería ser la administración del ego, sino la administración de lo común.

El “Pepe” Mujica, hoy martes 13 de mayo, a una semana de cumplir 90 años, murió retirado de la política activa. En octubre de 2023 anunció que no se presentaría más a cargos públicos. Su salud, desgastada por una enfermedad inmunológica, lo mantuvo alejado de los escenarios, pero no del pensamiento. Siguió hablando, cuando podía, con la prensa y con los jóvenes. Siguió sembrando, literalmente, en su jardín.

¿Fue Mujica una figura mítica? Tal vez. Pero él mismo rechazaba ese lugar. Nunca quiso que lo veneraran. “No me sigan a mí, sigan las ideas”, solía repetir. Su figura generó respeto incluso en quienes no compartían sus ideas. Y eso, en estos tiempos de polarización y cinismo, ya era un milagro civil.

Un ejemplo

Cuando se escriba la historia de la América Latina del siglo XXI, el nombre de Mujica no será central por haber conquistado grandes reformas ni por haber sido líder de masas. Lo será por haber encarnado una posibilidad: la de que el poder no corrompe siempre, que la política no es una trampa inevitable, que vivir con menos puede ser una forma de dignidad, y que gobernar también puede ser un acto de amor.

Quizá, como él mismo dijo, la única revolución verdadera es la que empieza adentro.

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