Miguel Hernández. Noticias dolorosas

7 de julio de 2024
2 minutos de lectura
Colegio Diocesano Santo Domingo. | Fuente: Comunitat Valenciana.

Capítulo Segundo: DOLOR DE INFANCIA

De ninguna manera su padre había aceptado que Miguel estudiara: eso era para él cosa de señoritos inútiles. El padre de Miguel buscaba los hijos machos para el campo y las cabras. Al estudio accedían los descendientes de los renteros, que se pasan la vida jugando al dominó y criticando en el casino de Orihuela.

Pero en Miguel era irremediable su afición por los libros, su manía de contar las sílabas del verso con los dedos. Su urgencia de saber se le clavaba como un puñal antiguo, como si la arquitectura de su cabeza la hubiesen forjado los griegos, como si se reconociera otro Platón al que un instante dejaron sus padres en el monte Imeto y en seguida las abejas le llenaran de miel los labios.

Cuando Miguel sube cada mañana a los montes de Orihuela, perseguido por el triste alboroto de las cabras, descubre que es mucha la luz, mucho el tiempo que pierde en menesteres que puede llevar a cabo cualquiera. Necesita las horas para cristalizar sus sueños, para mirarse en los libros, para atrapar los horizontes. El cura de su pueblo, que lo sabe, le procura las rimas de Bécquer, las finas agudezas de Quevedo y algo de San Juan de la Cruz, para que se le vaya haciendo el corazón a los amores.

Cuando baja, algo trae escrito en papeles sueltos con los garabatos de su imaginación, alguna miel dejaron también las abejas en su pluma. Tras ver cómo aprendía, y en soledad, el cura don Miguel Almarcha le sigue prestando libros hasta que llega el día, también, en que puede darle la sorpresa de un regalo: una máquina de escribir marca Corona, que el religioso va a ir pagando a razón de treinta pesetas al mes, según algunas contabilidades poéticas.

La tiranía de las cabras diarias se ha dulcificado con la máquina que lleva en su zurrón y el alimento callado de los libros. Miguel es un niño grande enloquecido por la confianza que en él depositan y por el progreso de su arma propia con que escribir la desmesura de sus pequeñas ocurrencias.

Es el tiempo en que su padre sigue empeñado en no darle permiso para que estudie. Parece que la disculpa es su falta de recursos, pero la verdad es que no quiere llegar a la egoísta situación de tener él que llevar las cabras a los pastos… también se reconoce que el padre no gozaría de la sensibilidad del hijo, que puede descubrir en la literatura una calma en su desolación.

Pero es inútil callar una capacidad tan espléndida, esta “lengua que en corazón tiene bañada”. Con apenas ocho años inicia su escolaridad que luego amplía en el oriolano Colegio de Santo Domingo, regentado por padres jesuitas.

La Iglesia española de entonces sufre esa ignorancia social que ahora vemos tan clara y que no es más que el fruto de una circunstancia estructurada. En el Colegio de Santo Domingo estudian los hijos de las mejores familias de Orihuela, pero también los hijos de los pobres, que acceden a los mismos derechos y privilegios de sus compañeros gracias a las becas que la Compañía establece para que nadie con capacidades se quede al margen de la cultura.

Los becados se distinguen de los que pagan porque entran al Colegio por una puerta distinta y, a menudo, servirán las mesas de los internos. A Miguel, aquello tuvo que dolerle. Cuando más tarde escriba del sufrimiento de los pobres, del diferente peso que soportan, puede que esté recordando, entre otros sitios, aquel Colegio que también supo darle el agua primera para calmar su sed.

Por una senda van los hortelanos,
que es la sagrada hora del regreso,
con la sangre injuriada por el peso
de inviernos, primaveras y veranos.
Vienen de los esfuerzos sobrehumanos
y van a la canción, y van al beso,
y van dejando por el aire impreso
un olor de herramientas y de manos.

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