Tras emigrar a Cataluña María Ruiz Martos se convirtió en una activista vecinal y así ha combatido durante sesenta años la injusticia. Rechazó la Medalla de Oro de Barcelona porque la institución que la concedía no hacía lo suficiente por los débiles, y se encaró a Pujol cuando el entonces presidente la conminó a hablar en catalán: “Mi lengua es lo único que me he traído de mi tierra y no me la vais a quitar”
A sus 86 años a la andaluza María Ruiz Martos la hacen feliz dos cosas: que su única nieta sea universitaria y que por la calle la saluden personas de todas las edades, porque así se siente recompensada tras más de sesenta años de lucha desde los movimientos vecinales de Cataluña, a donde llegó huyendo del hambre y de la persecución política.
Nació en una cueva del Tejar de las Vacas, en Guadix (Granada), en noviembre de 1936, en los primeros asaltos de una guerra civil que llevó a la más absoluta indigencia a familias como la suya.
Nadie entonces lo tenía fácil en las tierras secas del sur, pero mucho menos los padres de Maruja: la madre encarcelada durante ocho años sin saber por qué, y el padre preso durante 12 por simpatizar con el Partido Comunista.
Al salir de prisión, tras la guerra, les negaban hasta el agua. «Yo no pude ir a la escuela porque era la hija de un comunista», se lamenta al recordar una infancia en Guadix marcada por el hambre. «Imagina cómo vivíamos. Había una niña que salía todas las tardes con un bocadillo; yo la aceché tres días hasta que se lo quité y me lo comí. El hambre era horrible, no te deja pensar en otra cosa que en llevarte algo a la boca. Si no tienes recursos y no te dan trabajo por rojo. ¿Qué podías hacer? Y en el campo no había nada que buscar porque casi todo el mundo estaba hambriento como tu, y todos iban a rebuscar aunque fuesen hierbas; tenías que buscarte la vida como podías».
A escondidas de su abuela, que no la dejaba ir a la plaza de las Palomas porque «había muchas ejecuciones», Maruja se escapaba para mirar los escaparates de la pastelería de doña Francisquita, aunque la echaban rápido «porque mi aspecto espantaba a los clientes».
La dirigente vecinal en diferentes actos públicos con Rafael Alberti o Julio Anguita.
Su padre estaba en la cárcel y su madre –que no sabía leer ni escribir–, y su abuela –madre de trece hijos–, se pasaban el día lavando en el río para sacar unos reales para comer todos, que eran muchos.
Maruja habla despacio, recuerda las dificultades de una infancia durísima de la que guarda pocas sonrisas, pero lo hace con calma, sin rencor, con la serenidad que da haber podido vencer tantas dificultades, aunque no puede evitar emocionarse cuando cita a su madre, una mujer enérgica que nació en un lugar y en un tiempo equivocado. «Pobrecilla. La oía llorar mucho, a ella y a mi abuela al ver que no tenían nada para dar de comer a su familia. «Mi madre nunca había salido de Guadix, hasta que la llevaron en tren de una cárcel a otra. Había gente que decidió emigrar a Cataluña. Nosotros solo éramos dueños del hambre, así que decidió probar suerte en Barcelona».
Un tren de vapor
«Era un viaje a la aventura», recuerda Maruja, que tiene en la memoria la odisea de un trayecto que duró cinco días. «De pronto nos vimos en la estación y subimos a un tren de vapor, con los vagones de madera y los asientos de molestas tablas que se clavaban en el cuerpo, si es que encontrabas sitio. Al subir no había asientos numerados, subían todos los que cabían y viajábamos como sardinas en lata. El ruido era enorme y el bochorno y el mal olor eran insoportables. Estaba muy sucio porque todo el mundo comía allí de lo que llevaba, tocino, morcilla y pan, que era lo que se podía, y muchos llevaban animales vivos, como pollos o conejos». Su madre las metió a ella y a su hermana en los portaequipajes, sobre los asientos de los viejos vagones. «Era un amasijo de personas, sacos, maletas y muchas cajas».
Ellas al menos tuvieron suerte y escaparon de los controles. Se llevaban a muchos a Misiones, un centro de inmigrantes en Montjuic desde el que eran deportados a su tierra después de estar varios días en las peores condiciones posibles.
Nadie hablaba de eso en el pueblo y no sabían que había cupo para entrar a Barcelona. A sus tías las devolvieron a Guadix y cuando lo intentaron de nuevo se tiraron del tren en marcha antes de llegar a la estación para escapar de la Guardia Civil. Así pudieron entrar. «Cuando hoy llegan las pateras y no atendemos a personas que buscan una oportunidad para dejar atrás la pobreza, deberíamos pensar que no hace demasiado éramos nosotros los que emigrábamos para huir de la miseria».
Y se pregunta quién tiene la culpa de que su familia tuviera que irse de Guadix para empezar una nueva vida. «Es triste que tengas que irte de tu tierra porque te morías de hambre. Mi pueblo me gusta pero tengo recuerdos muy duros de aquellos años».
Cuando por fin llegaron, su primera impresión fue ver a mucha gente. «Casi no podíamos movernos por los andenes».
La mujer y sus hijas solo llevaban la dirección de un hombre del pueblo que había emigrado antes; ni siquiera sabían dónde iban a dormir esa noche. Llegar a Barcelona en 1949 era como alcanzar la ciudad de los sueños, dejar atrás la miseria en busca de una oportunidad, pero su primera experiencia fue encontrarse con alguien que les ofreció un lugar para dormir y le quitó a la mujer el poco dinero que llevaba. «Mi madre pensaba que estaba con los vecinos del pueblo y se confió; nos dejaron sin nada».
Mientras encontraban algo compartieron barraca con el paisano, al que le traían de regalo un pan del pueblo. «De día metíamos los colchones debajo de las camas y por la noche los sacábamos. No había otra».
Maruja tenía en la sangre su inquietud social y ese contacto con el barrio de las barracas fue el principio de una lucha por mejorar las condiciones de vida de la gente que todavía continúa en la actualidad. «Y así hasta que muera».
Entonces no se podía hablar ni hacer nada, así que los movimientos vecinales eran la plataforma perfecta para el activismo social, sindical y político. «Éramos un incordio para el poder».
Jaleaba a los vecinos ante cualquier problema y no importaba el tiempo que les llevase porque no paraban hasta conseguir sus propósitos. «Era increíble la solidaridad que había. Si alguien tenía un problema el problema era de todos. En Barcelona me conocían, sabían que yo era comunista, pero cuando alguien necesitaba mi ayuda allí estaba yo y mis vecinos para ofrecérsela y nunca miraba cómo pensaba o de qué partido era nadie».
Para que pusieran un semáforo en una calle peligrosa estuvo 21 días seguidos cortando el tráfico; por allí no pasaba nadie. «No nos hacían mucho caso, así que en una concentración me tiré al suelo y me tumbé delante de un autobús urbano y la gente empezó a bajarse de las aceras y tumbarse conmigo. Demostramos que no íbamos a parar y en 48 horas el semáforo estaba puesto».
Fue probablemente su movilización más corta porque para conseguir una plaza pública se pasaron 10 años, para evitar que las obras de una vía rápida aislase dos barriadas se manifestaron durante 20 hasta impedirlo; para que los recibos del agua potable no cobrase lo mismo al que llenaba piscinas como a la familia sin recursos se movilizaron durante una década contra la compañía; y para impedir que el solar de un centro de mayores se dedicase a viviendas, se pasaron 17 años cortando calles y boicoteando la maquinaria por la noche. “No he podido nunca con las injusticias, siempre he querido ayudar a todo el mundo”. Incluso llegó a ‘secuestrar’ un autobús urbano y lo hizo ir hasta una barriada alejada para obligar a la empresa de transportes a crear esa línea. Y así fue.
Echa de menos en la actualidad la solidaridad de tiempos pasados en los que los vecinos iban desde diferentes pueblos a movilizarse por el problema de una familia o de un barrio.
“Creo que las nuevas generaciones están acomodadas y se creen que todo les ha venido del cielo. Suelo dar muchas charlas en colegios, institutos y en la Universidad y les recuerdo a los jóvenes que muchas de las cosas que hoy disfrutan es porque antes ha habido gente que ha luchado por ello, y ha dedicado muchos de sufrimiento y de su vida para conseguir pequeñas o grandes conquistas, desde un semáforo a una plaza, y les recalco que los ideales hay que perseguirlos y la injusticia hay que combatirla, sin violencia, pero sin descanso; no importa el tiempo que se tarde”.
Medalla de Barcelona
El movimiento vecinal ha sido su ‘hogar’ durante décadas y su labor fue reconocida por el Ayuntamiento de Barcelona en noviembre de 2011 con la Medalla de Oro de la Ciudad, pero Maruja la rechazó, y “volvería a rechazarla hoy porque no ha cambiado nada”. Era la primera vez que alguien se negaba a recibir el galardón, decisión que tomó porque no quería nada de una institución “que no cumplía sus promesas ni ayudaba a las familias necesitadas”.
Sí presume de la Medalla de la Revolución de Cuba y de la llave de la ciudad de La Habana en agradecimiento a los más de veinte años que lleva acudiendo a la isla caribeña para montar talleres y centros para discapacitados, escuelas para niños conflictivos y hogares para ancianos. “Acudimos con brigadas a la Cuba que no ve el turismo y no ha faltado un solo año”.
Las arrugas en su rostro dibujan las cicatrices del coraje, del valor, de la lucha por la supervivencia y la dignidad allí donde no la había para los que no tenían más que el aire que respiraban. La accitana es un ejemplo extraordinario de la enorme capacidad del ser humano para nadar entre la tristeza y el dolor y buscar paraísos perdidos en los principios y valores del ser humano. Su historia es sorprendente.
Ha sido detenida tantas veces en su lucha con aparcamientos, plazas, jardines, colegios, guarderías o transportes que no sabe cuántas han sido, y eso que en una de las movilizaciones un policía le destrozó a golpes con la porra las cervicales. Pero no se arrepiente de nada, si acaso de “no haber podido hacer más”. Su legión de seguidores en los barrios pobres de Barcelona hizo posible que cientos de familias tuvieran acceso a servicios públicos y condiciones de vida dignas.
—¿La pobreza tiene dignidad?
—La pobreza puede ser digna, lo que no creo es que haya ricos que tengan dignidad. No se puede vivir con el egoísmo de lo mío es mío y lo tuyo también.
Está convencida de que todo ha merecido la pena, aunque lo pasaron muy mal y tuvieron que aguantar las condiciones más duras durante muchos años. Ahora es feliz al frente de un centro de mayores, el único que no gestiona la empresa privada en Cataluña, con más de 4.000 socios y 45 voluntarios. “Querían quedarse con él, pero no lo permitimos porque aquí, por seis euros al año, tienen de todo, incluso cursos y talleres que cuestan 50 euros en los demás. La Generalitat nos ha presionado mucho, pero se han dado por vencidos y supongo que estarán esperando a que me muera para hacerse con el control. Lo que no saben es que queda Maruja para rato”.
“Lo único que me traje de mi tierra era la lengua y esa no me la vais a quitar”
Maruja sigue con tristeza todo el proceso político en el que se ha embarcado Cataluña. “Sor republicana, pero de la tercera república, no de esa que se han inventado los que piden la independencia, que no comparto”. La granadina recuerda que hace años, cuando se puso en marcha el proceso de normalización lingüística, el presidente Pujol convocó a los responsables de las asociaciones de vecinos —ella presidía una de las más numerosas— para decirles que tenían que hablar en catalán. Tomó la palabra y le dijo a Pujol que lo único que se había traído de su tierra era la lengua “y esa no me la vais a quitar”. Pujol no se atrevió a decirle nada más.