Hoy: 24 de noviembre de 2024
La ciudadanía democrática de este país, que es discreta pero mucho más numerosa de lo que pensamos, ha experimentado alivio tras la culminación del laborioso proceso de investidura. La provisionalidad ha sido despejada. Ya hay de nuevo Gobierno -y de coalición- entre la izquierda y los nacionalistas. Surge ahora una nueva fase de esperanza en amplios sectores de la población, que esperan ver mantenido el pulso progresista desplegado en importantes avances sociales durante el primer mandato gubernamental.
Hartos de las jeremíadas de la cúpula de la derecha, incapaz de admitir que no va a gobernar, los ciudadanos de a pie desean pasar página, entre otras cosas para no recordar el bochorno grabado en sus retinas sobre el reciente e incendiario cerco a la sedes socialistas. La gente se pregunta si no hay nadie que alerte a la cúpula dirigente de las derechas que por esa vía camina hacia su propio suicidio. Porque el sentido común indica que es necesaria la existencia de una derecha seria, democrática, que acepte la derrota que, en esta ocasión, el sistema parlamentario y las urnas le atribuyen. Pero esa cúpula, como casi todas las anteriores, hace tiempo que perdió la brújula del sentido común, el vector más importante a tener en cuenta en la presente situación: no consigue desterrar la idea de que el poder gubernamental le pertenece, como si se tratara de un patrimonio incuestionablemente propio.
El hartazgo de la sociedad abarca también a la conducta de determinados personajes de la vida regional o local, alcaldes o titulares de Gobierno regionales que, en vez de dedicarse a satisfacer las demandas de la ciudadanía con instrumentos de política regional o municipal, se dedican únicamente a gallear e insultar al Presidente y al Gobierno, degradando así la vida democrática hasta niveles impensables de zafiedad y chulería. Ya está bien de impregnar de odio la vida social mediante una polarización inducida por alcaldes o lideresas linguaraces dispuestas a todo por generar titulares con una melonada antidemocrática más grande cada día. Callen de una vez y aplíquense a lo suyo.
En la violencia que ha hecho presencia estos días en las calles de Madrid, han salido a la superficie conductas fanatizadas, protagonizadas por distintos tipos de individuos asociales que creían gozar de protección policial. Con súbita y sospechosa perplejidad han comprobado que carecían de tal protección pues la policía atajaba sus desmanes como acostumbra hacer con quienes así se desmandan.
Su protesta no tiene nada que ver con la libertad de expresión ni con el derecho democrático a manifestarse; carece de criticismo constructivo alguno. Más bien, bajo el envoltorio de protestar contra una medida política, la amnistía, entonces aún no nata, trataban de puentear al pueblo soberano, a su Parlamento plural electo, acosando la sede de un partido, amedrentando a sus trabajadores con el propósito de degradar la situación política y derrocar a un Gobierno legítimo que se propone, legítimamente, prorrogar su mandato, ya avalado por las urnas y por la investidura de Pedro Sánchez ante el rey Felipe VI y las autoridades institucionales del Estado.
El Gobierno cuya composición conoceremos pronto, se propone prorrogar su mandato anterior porque tiene planes concretos y socialmente avalados para seguir gobernando, frente a sus opositores, que al parecer carecen de propuesta conocida para España. Invocar el nombre de España y no proponer nada más que prohibiciones, castigos, insultos y exclusiones, no es de recibo. Es un pataleo, una especie de calentón emocional de la élite política y judicial de las derechas que, lo quieran o no, alienta al fanatismo antidemocrático. De esta manera la crítica necesaria que cabe hacer a todo Gobierno legítimo, queda sepultada en la irrelevancia; la democracia se debilita.
Entre las propuestas gubernamentales antidemocráticamente satanizadas figura una amnistía, una medida de gracia ideada, según sus mentores, para tender puentes de entendimiento con gentes que representan a una importante minoría de catalanes que frisó, en su día, los dos millones aproximadamente y que desean la independencia. Sus dirigentes ya fueron juzgados, sentenciados y castigados penalmente, cumplieron años de prisión o, en algunos casos, se exiliaron.
Es cierto que la falta de información sobre la gestación de la entonces futura ley de amnistía ha podido causar desconcierto; pero, a sabiendas de la actitud de “No a Todo” mantenida por el principal partido de la oposición, así como por sus amistades peligrosas, más la irresponsabilidad de distintos medios comprometidos en encanallar la convivencia, la discreción en torno a las conversaciones sobre la amnistía se convertía en una conducta obligada por la prudencia, para impedir que la hechura legítima de la medida de gracia descabalgase. En cuanto a las contrapartidas exigidas, hay que leer las renuncias implícitas en la norma. La lectura serena del texto es la mejor garantía para percibir la sensatez y la necesidad de esta medida de gracia.
Este Gobierno ha dejado atrás la vía punitiva empleada antes para adoptar ahora una vía de conciliación donde la amnistía y otras medidas atemperadoras se insertan. Amnistiar a los condenados del procés no es una ofensa ni agravio contra nadie. España no se rompe por ello. No hay delitos de sangre en manos de los dirigentes independentistas catalanes. Sí los había con los secuaces de la represión franquista y con algunos terroristas y se les amnistió en 1978. Más de un centenar largo de medidas semejantes a la amnistía ha sido registrado en la historia reciente de España. Una de ellas, adoptada por un Gobierno del PP, de Mariano Rajoy, amnistió fiscalmente a 700 millonarios y evasores. Pero una amnistía como esta sobre los mentores del procés en Cataluña, nunca halló tanto rencor desatado al respecto. La justicia o la magnanimidad, como quiera denominarse, abre caminos a la concordia, tan necesaria en una España harta de la polarización.
Sin lograr sus objetivos en las urnas, los réprobos se han servido de leguleyos serviles, jueces parciales, políticos antipolíticos, aplicando malas artes durante el último lustro mediante linchamientos, insultos, felonías ante Europa para impedir, incluso, el acceso de fondos europeos para combatir la pandemia asesina. Ahora se echan las manos a la cabeza cuando ven las hogueras callejeras donde arde el odio incendiario que sembraron durante años en sus mítines y discursos.
Miremos hacia delante. Conviene la serenidad. El Estado español debe seguir funcionando a través del Gobierno democrático de coalición y de las instituciones democráticas de las que trabajosamente se dotó. Dejen a un lado sus diferencias los partidos coaligados y aplíquese a desarrollar lo que les une, lo que nos une. Hagamos que las medidas políticas proclamadas por el Gobierno encuentren agilidad en su aplicación, en su llegada al ciudadanos de a pie, para desterrar tanta desafección fundada. Menos declaraciones y más hechos. Pidamos, exijamos a los jueces la imparcialidad que les convierte en lo que realmente deben ser. Consigamos rehacer las pautas de conducta democrática quebradas por el sinsentido del rencor, la furia y el fanatismo. Recuperemos el sentido común democrático, esta es la nueva meta. Invitemos a las gentes de la derecha a participar en esta aventura social y política que a todos nos beneficiará. Alto al ruidoso griterío, bienvenido el silencio laborioso. Demos luz verde al futuro.
RAFAEL FRAGUAS