Amanece lentamente en el occidente astur, allí donde termina el Principado y empieza Galicia. Desde hace rato, antes de que cantase el gallo y la luna se perdiese detrás de los montes de Nio, se oye un repiquetear del martillo sobre el yunque. Es un sonido acompasado que se repite casi siempre con la misma melodía desde que Evaristo comenzara a forjar sus navajas hasta el fin de sus días, hace ya algunos años. Por el empinado camino que va desde el Mazonovo, hoy convertido en uno de los mayores museos de molinos de Europa, hasta Taramundi, se oye la algarabía de los colegiales que llegan desde distintas aldeas a la escuela de “la Villa”. “Avaristo” lleva desde las tres de la mañana haciendo mangos y atizando la fragua que, de vez en cuando, hace saltar sus chispas en ese cielo propio que cubre las piedras y las rendijas de hollín y de misterio y que permanece allí desde tiempos inmemoriales.
La bodega, se remozó en el último tercio de siglo, pero muchas de las piedras y de las negras maderas son las mismas, o eso parece. El oficio de “ferreiro” es una profesión que se hereda en la mayoría de los casos y cuya raíz se pierde en el tiempo, de la que da buena cuenta José Castealo Freije en su obra Minerales y metales que Lalo Vijande tuvo la gentileza de regalarme no hace mucho y donde el autor cuenta, entre otras muchas cosas interesantes, la historia de la elaboración del hierro y el acero en el norte de España en ferrerías, mazos y forjas. Es un libro de muy recomendable lectura para todas aquellas personas interesadas en el tema y donde se incluye un pormenorizado listado de “ferreiros” de las distintas zonas y épocas, entre otras cosas muy documentadas.
Volvemos al yunque de “Riudelouro o riodelouro”. Luis Bermúdez Rebordela, que siguió las huellas de su padre, desde antes ya de dejar la escuela, sigue repitiendo con la misma parsimonia arcana los gestos, las costumbres, los pasos de su progenitor, salvo lo de levantarse a las tres de la mañana. Él “solo” se levanta a las seis y trabaja hasta casi entrada la noche para tratar de hacer una docena de navajas, como se hacían antes. Pero el día no llega y aún tendrá que echar media jornada del día siguiente para entregar a vendedores y coleccionistas el preciado trabajo. Las navajas de “Riudelouro” tienen sello, firma propia y fragua exquisita. Son pequeños tesoros que se heredan de padres a hijos. Siempre han tenido fama y aunque en los últimos tiempos han venido a sumársele una gran nómina de artesanos e innovadores ilustres de reconocido prestigio, las navajas de Luis tienen ese “no sé qué” de tiempo detenido en sus hojas y en ese filo que corta el aire y en ese mango con dibujo tan típico que con tanto primor barnizaba Raquel, su madre, y que aún trae entre sus fibras la melancolía de aquel tiempo.
Luis pasó su vida entre estas cuatro paredes, enamorado de su oficio, del que aprendió a apasionarse desde niño, cuando el sonido del yunque de su padre servía lo mismo de canción de cuna que de despertador. Él sigue repitiendo esa canción que cantan todos los herreros del mundo y que bebe en la fragua del tiempo su misterio y su victoria, salvo que ahora no hay niños que despertar, ni bajan los colegiales a Taramundi a aprender “las cuatro reglas” entre el pastoreo del ganado y el labrar la tierra.
Luis Bermúdez Rebordela se dejó la vista y la vida por mantener esta larga tradición de “ferreiros” y aún ahora, con su sempiterna sonrisa, camina cada día desde su casa a la bodega, consciente de que es heredero de un saber y propietario de un secreto antiquísimo que con él se pierde y que no irá a ningún sitio. Siempre nos quedará el secreto guardado en esas navajas que custodiaremos con cariño, como un preciado y único tesoro.
Todo ha cambiado, todo. Pero no esa melodía sonora que despierta al gallo y que se repite en la memoria y en el corazón de muchos de aquellos niños de posguerra que pasaban por el “riodelouro” a la escuela o hacia Coruña a coger los barcos que iban a Cuba o a Argentina, alguno de los cuales nunca volvieron, pero que se llevaron consigo ese sonido y el del esquilón del ganado perdido entre la niebla, tantas veces repetido en la distancia, tantas veces rememorado, como yo lo estoy haciendo ahora mismo.
Conociendo al autor y al protagonista no puede resultar más emotiva la lectura del artículo. Añadamos el torrente de recuerdos de la infancia que viene encima y la nostalgia por oficios que desaparecen y aldeas que se vacían y ya tenemos el caldo completo.
Si los premios Nobel dedicarán un apartado a los “ferreiros” este le correspondería sin ninguna duda a Luis. Otros han evolucionado y adornaron el oficio con florituras, maderas nobles y barnices de colores pero lo que se llama el frasco de las esencias ese está en las manos de Luis, él sigue siendo el eslabón que une el presente con el pasado que tan bién describe nuestro poeta…
Los que hemos mamado el oficio, los que nos criamos entre pizcas de acero, carbon de piedra y madera de boj, todo ello aderezado con la miseria material de aquellos tiempos, recordamos instalado en lo más profundo 3 emociones que nos acompañarán hasta que rindamos cuentas a la parca, el sonido de da forja que era la voz que definía cada “Ferreiro” y que dependia del martillo, de la yunque y, sobre todo, de la cadencia o estribillo de cada “ferreiro” y que los hacia únicos. Por otro lado, el olor al carbón de piedra (antracita) que manaba de cada forja y que siempre iba acompañado de la “música” de la yunque, ambos, sonido y olor, formaban una sensación única.
Por último, el olor de la madera de boj cuando la cortaban, indescriptible y diferente que endulzaba el olor del carbón y el humo de estas “factorías de humanidad” que eran las forjas
En fin, ha pasado tiempo, mucho tiempo, quizás demasiado tiempo y esos recuerdos se han ido convirtiendo en emociones que nos devuelven a la niñez cada vez que se visita la forja de Luis en Riodolouro…
Excelente y poética descripción de un arte y de otras épocas.
Cordiales saludos desde Chile
Grande Luis de Louro!! Historia viva de Taramundi