Iba ya en las últimas camino de Ávila para morir tranquila. San José, su primera Fundación de la Reforma, tenía ya los cirios preparados y los desvelos preferidos de la Madre para que el Santo del día primero que llevaba en sus brazos fuese también quien recibiera el beso de su despedida. Pero el provincial Antonio de Heredia pidió a la Santa que se desviara de camino porque en Alba de Tormes, la duquesa, a punto de dar a la luz, requería su presencia consoladora. Por eso murió en Alba, escuchando el agua del Tormes que por allí va precipitada.
Los tres lunares que la Madre Teresa encendía en la comisura de sus labios, apenas si ahora se mueven en la escasez del habla. Fue consciente del fuego que de sus lunares salía para defender los hitos de la Reforma Carmelitana frente al Rey Felipe II, ante el Nuncio y poniéndose delante de quien hiciera falta para que el Santísimo habitara las casas de Sevilla o de Beas o de Medina del Campo o de Toledo… como una mano de Padre que, al vuelo del amor, deja libres las promesas.
Tienen quietud ahora los lunares azules de su boca. Descansa ya la Madre para no morirse nunca.