Veraluz no es un pueblo de los que llaman “España vacía”, esa que se va quedando sin gente, sin trigo y sin campanas. Como para vivir se conforman con lo necesario, a la edad que corresponda cada uno va a su puesto de trabajo con la misma lentitud que nos bebemos para desayunar una taza de café con leche. Y, los que no trabajan, miran a los campos, se sientan frente a los álamos del río y reflexionan sobre el paso del agua y de la vida… que también es una manera provechosa de trabajar.
Los jubilados de Veraluz crecen entre el desasosiego de que van a quitarles la pensión y la zozobra de que van a subírsela. Por los años vividos, ellos saben que la historia personal se parece a las antiguas barquillas de feria: suben y bajan, según el brío de la mano que las empuja.
Agustín, el más nombrado, se coloca su gorra de caminar y exclama casi entre dientes: “Los jubilados tenemos bastante con sentirnos figuritas de vitrina y saliendo al sol para notar fueguecillos en nuestra carne dormida”.
…También uno se acostumbra a la felicidad.
Pedro Villarejo