La realidad que vive Estados Unidos con sus propios cárteles del narcotráfico. En esta segunda entrega, profundizamos en el rostro oculto de los llamados domestic cartels: organizaciones criminales conformadas por ciudadanos estadunidenses que no sólo operan dentro del país, sino que lo hacen con una estructura, poder territorial y violencia comparables —incluso superiores— a la de los cárteles mexicanos. Lo más grave no es su existencia, es el silencio institucional que los protege.
Jesús Esquivel desmenuza en su investigación cómo motociclistas, pandillas, exmilitares, incluso funcionarios públicos, forman parte de esta red de distribución, producción y lavado de dinero con el beneplácito —o la ceguera— del gobierno estadunidense.
La DEA los bautizó oficialmente como “cárteles”, pero hasta ahora no ha tenido el valor de combatirlos como tales. ¿La razón? Involucraría a bancos, farmacéuticas, armerías, instituciones financieras y fuerzas armadas. El costo político sería inmenso. Por eso es más sencillo mirar hacia el sur y culpar a México.
El libro revela cómo agentes de la DEA, como Polo Ruiz y Jack Riley, admitieron la existencia de estos cárteles gringos, y cómo instituciones como el FBI y el Departamento de Justicia han recopilado evidencia que nunca se ha hecho pública.
La estrategia, tristemente, ha sido conservar el mito del narco extranjero, mientras el sistema permite transferencias de hasta 10.000 dólares sin rastreo, producción doméstica de fentanilo con precursores chinos, y venta libre de armas a manos criminales.
En Washington se exige acción contra los cárteles mexicanos, se omite deliberadamente que éstos ya no tienen el control absoluto de las rutas ni del mercado… ese poder se ha descentralizado, y ahora vive en suburbios, clubes de motociclistas, pandillas blancas y mafias locales de EU.
La llamada Iniciativa contra los Cárteles Domésticos (ICD), impulsada por la DEA en 2016 fue sepultada en silencio porque revelaba demasiado. Porque vinculaba a los cárteles estadunidenses con el lavado de dinero, el tráfico de armas y el trasiego de fentanilo. Porque su éxito empezaba a incomodar. Como confiesa Riley en el libro:
“Los cárteles domésticos están en los 50 estados de la Unión. Pero el gobierno no quiere que la gente lo sepa”
Y es que aceptar la existencia de los cárteles gringos no es sólo una admisión de fracaso: es una renuncia al relato hegemónico. Es aceptar que Estados Unidos no es víctima pasiva, sino protagonista activo de la crisis del fentanilo. Que su modelo económico, su sistema judicial y su discurso de guerra han alimentado un monstruo interno que hoy mata a más de 100 mil personas al año por sobredosis.
A esto se suman algunas empresas como, Purdue Pharma LP, compañía farmacéutica que fabricaba analgésicos para el dolor, analgésicos como hidromorfona y oxicodona. Sus directivos desarrollaron agresivas campañas de marketing y sobornos para persuadir a los médicos a recetar Oxycontin, quienes fueron atraídos con viajes gratuitos a seminarios sobre el manejo del dolor (vacaciones con todos los gastos pagados) el resultado fue que casi 841 mil personas murieron por sobredosis de drogas entre 1999 y 2020.
Los opioides recetados e ilegales fueron responsables de 500.000 de esas muertes. Esto fue el inicio de la crisis de opioides que vive actualmente EE UU y que obligó a Donald Trump a declarar una emergencia de salud pública en octubre 2017. Sólo en 2014, cerca de 1.300 millones de personas fueron tratadas por esta causa en hospitales y salas de emergencia, de acuerdo con Lioman Lima de la BBC News (Mundo). Por ello, más de 500 ciudades y condados de EE UU demandaron a la familia Sackler, propietaria de la empresa farmacéutica.
El crimen organizado no es un fenómeno importado, es un producto binacional, impulsado por la demanda, lubricado por el dinero sucio y protegido por la doble moral, ¿o no, estimado lector?
Por su interés, reproducimos este artículo de Juan Carlos Sánchez Magallán publicado en Excelsior.