En los seminarios y en las facultades de teología se guardaban a escondidas los libros de Gustavo Gutiérrez, como Santa Teresa de Jesús disimulaba los libros de caballería debajo de la cama para que su padre no los viera. “Beber en su propio pozo”, “El Dios de la vida”, “Del lado de los pobres”… tenían el inconfundible sello de la libertad, el miedo a caer desde el asentamiento al precipicio y la obediencia inequívoca a una Iglesia que sospechaba con argumentos de que la Teología de la Liberación estaba a un milímetro de fundirse con el comunismo.
Las reprochables conductas de una política que desemboca en la miseria humana, no se transforman con las revoluciones, sino con el cambio sustancial en valores de las personas que gobiernan y que, desde el cristianismo, dignificarían en derechos y deberes a todos los seres humano. Cuando se confía sólo en el hombre para el cambio, la frustración es el resultado. Cuando se distingue y se valora al Dios que lleva dentro el hombre, los resultados terminan siendo extraordinarios.
Gustavo Gutiérrez nunca dejó de ser libre desde lo que veía. Nunca dejó de ser obediente a la Iglesia de Jesucristo, tan amada. Sin contar con Ella, bien lo sabían todos los teólogos de la liberación, no se puede ir muy lejos.