Los humanos somos, para empezar, desconfiados. Lo lógico y normal, y puede que en este caso también, sea que en una familia resplandezcan los vínculos amorosos, que unen entre sí a sus miembros, independientemente de sus criterios, actitudes o malandanzas.
El matrimonio del que escribo hace tiempo que dejó de serlo porque el padre prefirió la aventura de la belleza que se compra al señorío del ejemplo y la estabilidad. Los tres hijos, dos mujeres y un varón, actuaron con el padre de diferente manera: el heredero salvó la honra y el castillo de la familia, que hubiese desaparecido si no renuncia a los caudales que le vendrían. Las hijas, desprotegidas por la ausencia del amor conyugal y, sabiéndose herederas de una cuantiosa fortuna, no dejan al padre ni a sol ni a sombra. Sobre todo porque el padre, sin interesarle Baudelaire lo más mínimo (“¡Oh, Muerte, venerable capitana, ya es tiempo! ¡Levemos el ancla! “), esquiva la muerte cuanto puede, aunque la sabe irremediable.
Ninguno deja solo al padre de los dineros: van adonde tengan que ir. El amor no permite que se derramen en el vacío la calentura de los besos ni que los bolsillos desplieguen las telarañas… Las madre, como tiene menos, está cumplida y vive en casa.