El 28 de septiembre de 1957 a las 4:59 de la mañana, Estados Unidos detonó la bomba atómica ‘Charleston’ en el sitio de pruebas atómicas de Nevada, ubicado a unos 100 kilómetros al noroeste de Las Vegas. La explosión se produjo a 460 metros bajo tierra y alcanzó una potencia de 12 kilotones, comparable a la devastadora bomba lanzada sobre Hiroshima en 1945, que tenía una potencia de 13 kilotones.
Esta prueba nuclear, la número 116 dentro de un programa que se extendería hasta 1992, se llevó a cabo en medio de las crecientes tensiones de la Guerra Fría, e mientras las superpotencias —Estados Unidos y la Unión Soviética— buscaban perfeccionar su arsenal nuclear. Nevada se convirtió en el epicentro geopolítico y militar. Y las numerosas detonaciones permitieron a Estados Unidos mantener una ventaja tecnológica en la carrera armamentística con la ya extinta Unión Soviética, perfeccionando armas nucleares más sofisticadas y con una capacidad destructiva ajustada a diferentes escenarios de combate.
En medio de este escenario, el gobierno republicano de Dwight D. Eisenhower justificó estas detonaciones subterráneas como una medida para minimizar la dispersión de residuos radiactivos en la atmósfera. Sin embargo, gran parte de la opinión pública y la comunidad científica comenzaban a manifestar su inquietud sobre los posibles efectos de la radiación, debido a las pruebas atómicas atmosféricas que liberaban grandes cantidades de material radiactivo al planeta.
En respuesta, la administración de Eisenhower optó por realizar pruebas subterráneas para reducir el riesgo de contaminación a gran escala por el aire. Aun así, estas detonaciones seguían generando temores e incertidumbres sobre la polución de la tierra y del agua, así como sobre los efectos de las vibraciones sísmicas generadas por este tipo de armamento. Una preocupación que fue en aumento, especialmente tras la evidencia de que muchas de las explosiones liberaban niveles de radiación que se filtraban hacia acuíferos y afectaban áreas habitadas cercanas.
Un año después, exactamente el 28 de septiembre de 1958, en el área 12F del mismo sitio de pruebas, Estados Unidos llevó a cabo otra detonación nuclear, la bomba ‘Mars’; con una potencia significativamente menor, de tan sólo 0,013 kilotones. La detonación de esta munición fue la prueba número 166 en el historial nuclear del país. Una pequeña explosión realizada con fines experimentales, probablemente orientados a descifrar los efectos sísmicos generados por las explosiones nucleares de baja potencia en el subsuelo, lo que lo que más tarde ayudaría a desarrollar mejores sistemas de monitoreo capaces de detectar pruebas atómicas en cualquier parte del mundo.
Este tipo de pruebas también formaban parte de los esfuerzos de Estados Unidos para desarrollar armas nucleares tácticas y explorar el uso de explosiones controladas en aplicaciones civiles, como la energía nuclear en la minería o la creación de cavidades subterráneas para almacenamiento. Sin embargo, la comunidad internacional y científica estaba cada vez más preocupada por las repercusiones a largo plazo de estas detonaciones. Esta presión global contribuyó, en parte, a la firma del Tratado de Prohibición Parcial de Pruebas Nucleares en 1963, que restringía los ensayos atmosféricos, espaciales y submarinos. Pero, aun así, las pruebas subterráneas continuaron realizándose durante varias décadas más. Y es que, si los experimentos contribuyeron al perfeccionamiento de la tecnología nuclear, también dejaron un legado de contaminación ambiental y preocupaciones sobre los efectos a largo plazo en la salud pública.
Durante el período comprendido entre 1945 y 1992, Estados Unidos detonó un total de 1.132 bombas nucleares, muchas de ellas en la zona de pruebas de Nevada, que fue uno de los epicentros del desarrollo nuclear durante el siglo XX. Aunque la ubicación remota y el terreno desértico de la zona fueron considerados factores ideales para reducir el impacto de las explosiones nucleares en grandes poblaciones urbanas, los efectos ambientales y humanos no se pudieron evitar.
Si bien las detonaciones subterráneas reducían la dispersión directa de material radiactivo en la atmósfera, no eliminaron el riesgo de contaminación. Estudios posteriores revelaron que varias de estas explosiones liberaron unos niveles de radiación que se filtraron en el agua subterránea, contaminando acuíferos vitales en las zonas rurales de Nevada. Esto no sólo afectó a la flora y fauna local, sino que puso en riesgo a poblaciones cercanas que dependían de esos recursos para su subsistencia.
El impacto de las pruebas nucleares no fue sólo ambiental. Las detonaciones nucleares dejaron una profunda marca psicológica y social en los residentes de Nevada. Durante décadas, miles de personas que vivían en áreas cercanas fueron expuestas a niveles peligrosos de radiación nuclear sin su consentimiento ni conocimiento previo. La exposición prolongada a la radiación supuso un aumento alarmante de casos de cáncer, malformaciones de nacimiento y otras enfermedades vinculadas a la radiación.
Con el paso de los años, las personas afectadas llevaron a cabo demandas masivas contra el gobierno estadounidense, lo cual dio como resultado la aprobación de la Ley de Compensación por Exposición a la Radiación, en la que Estados Unidos reconocía parcialmente su responsabilidad. Aunque la ley ofreció cierto alivio económico a las víctimas, muchos consideraron la compensación insuficiente dada la magnitud del daño causado.
El costo humano y ambiental de las detonaciones nucleares en Nevada fue enorme, quedando profundamente marcado por la actividad nuclear. A día de hoy, grandes áreas del lugar de pruebas permanecen cerradas al público debido a los altos niveles de radiación persistentes en el subsuelo. Aunque estas pruebas permitieron que Estados Unidos se mantuviese a la vanguardia tecnológica y militar durante la Guerra Fría, también dejaron un legado de contaminación y enfermedades. No obstante, las pruebas nucleares realizadas en Nevada siguen siendo un recordatorio claro de los peligros que conlleva la radiación y el uso de este tipo de armas devastadoras.
Hoy, décadas después, Nevada sigue siendo un símbolo de las complejas interacciones entre la tecnología militar, la política global y la responsabilidad con el medio ambiente y la salud de las personas. A medida que el mundo avanza hacia la desmilitarización y el desarme nuclear, las pruebas atómicas en el desierto de Nevada permanecen como un recordatorio internacional de la urgencia de encontrar un equilibrio entre el progreso militar y el respeto por la vida y el planeta.