“Las comidas del orfanato me daban arcadas, y las cuidadoras me devolvían el vómito a la boca tapándome la nariz y con la cabeza hacia atrás”

16 de agosto de 2024
11 minutos de lectura
Josefa Fraile.
A la derecha, Josefa y su hermana Carmen en lo brazos del padre de ambas, y a la izquierda Josefa con su madre poco antes de ser abandonada.

Tras ser abandonadas ella y su hermana Carmen (cinco años) por unos padres desalmados, Josefa Fraile cuenta en esta segunda entrega de la serie sobre su vida las salvajadas y el horror que sufrió en el orfanato franquista al que la llevaron con apenas siete años de vida

Este capítulo segundo sobre la dramática vida de Josefa Fraile Muñoz (el primero se publicó el pasado martes) es de por sí más duro que el anterior. Acercarse a través de la mirada de una inocente niña de casi siete años a los orfanatos del franquismo, es no dar crédito a la deshumanización que entonces anidaba en esa suerte de refugios que se construían en las sierras, lejos de las grandes ciudades.

Unos para niños, los llamaban Campamentos, y otros para tuberculosos.

La madre de Josefa se deshizo de ella dejándola con las monjas de un hospicio de la calle de O’Donnell de Madrid, y se marchó de allí mostrando la espalda y sin volverse para ver los llantos de una niña, Josefa, que ya parecía entender que algo muy malo se avecinaba, y que su madre no volvería.

La madre prefirió a un hombre a sus hijas, Josefa, entonces de seis años, y Carmen, de cuatro. Y se fue con él. El hombre le puso como condición deshacerse de las dos niñas si quería estar con él.

Fuentes Informadas reproduce hoy el segundo relato de la vida de Josefa Fraile. Con sus propias palabras. Josefa Fraile tiene hoy de 66 años, una hija y vive en Madrid. Josefa es la madrileña que buscó sin tregua durante 36 años a su hermana Carmen, también abandonada. Un día, ya con 24 años, Carmen se marchó a Barcelona con un novio y nada se supo de ella hasta que la tenacidad de Josefa la localizó en 2017.

Un esqueleto de mujer, con un bebé de tres meses dentro, fue desenterrado accidentalmente a las puertas de una masía catalana. Estaba sin identificar. Tenía un tiro en la nuca y llevaba allí unos 20 años. Muerta. Era Carmen.

Tras ser abandonadas por la madre (y también por el padre, que se fue con una italiana), las niñas se hicieron la promesa de que siempre estarían juntas y que se buscarían si una faltaba. Carmen, la más pequeña de las dos, cuatro años, se quedó temporalmente con sus abuelos paternos, pero luego acabaría también en un hospicio. Con los años, ambas más mayores, se unieron.

Corrían los años cincuenta en Madrid. Si duro fue quedarse huérfanas de facto, lo que vivió Josefa con apenas siete años en el hospicio del doctor Murillo de Guadarrama, en la sierra madrileña, lo cuenta hoy en primicia para Fuentes Informadas. Y es pavoroso.

La narración de Josefa, con sus propias palabras, no deja indiferente a nadie. Dejó la calle O’Donell, donde inicialmente estuvo con las monjas, y se la llevaron a Guadarrama. Aun llevaba consigo el muñeco de caucho que le puso su madre en las manos cuando se la traspasaba sin aparente remordimiento a las monjas. Tras un tiempo en la calle O’Donnell, las autoridades decidieron encerrarla en el citado “preventorio” de Guadarrama. Así lo llama Josefa. Conserva una mente nítida sobre lo que vio allí.

Esta es, pues, la segunda parte de la historia de una niña de seis años en aquel tétrico orfanato del franquismo, donde los “guantazos y castigos”, recuerda Josefa, eran la norma. “Hasta por toser te pegaban las cuidadoras”, rememora.

“He llorado y reído a la vez durante mucho tiempo”

“Durante años he llorado y reído a la vez, mientras controlaba mi mente y la entrenaba para utilizarla correctamente, y conseguir volver a escuchar tu voz hermana en mi cabeza [buscarla y no saber dónde estaba Carmen la ha atormentado siempre]”.

“Buscaba una voz que me dijese que debía de continuar con mi vida, una voz que me hiciera volver a sonreír, porque la satisfacción de haber llegado hasta donde he llegado para nada alivia mi corazón torturado [con los años encontró a su hermana, pero muerta y al asesino…]”.

“Porque las formas de hacer las cosas no importan, porque seguiré cuidando de ti aunque ya no estés, porque los golpes que más duelen son los que menos te esperas, y el golpe que me dieron en 1981 llenó mi cabeza de cristales rotos”. Se refiere a la fecha en que desapareció su hermana y comenzó la búsqueda.

En el siguiente párrafo alude al asesino de su hermana. Gracias a Josefa se supo quién era el homicida. Un juez de Manresa lo detuvo en 2018, pero se ha ido de rositas. El crimen ya había prescrito. Es un escritor de origen alemán que vive aún en Cataluña. Josefa está que trina por la absolución.

La llegada al orfanato

“La primera idea para deshacerse de mi la acordó mi familia en una reunión de todos. Es la misma familia que negoció quedarse con mi hermana y conmigo a cambio de que nuestro padre enviara francos suizos mensualmente para, según ellos, nuestra manutención y cuidados. Lo que acordaron no fue otra cosa que ¡INGRESARME EN UN PREVENTORIO!. Es decir, un CAMPO DE CONCENTRACIÓN FRANQUISTAS PARA NIÑOS Y NIÑAS, que publicitaba el régimen como “CAMPAMENTOS DE VERANO”. Fue entonces y ahí cuando comenzó mi auténtico vía crucis”, cuenta Josefa.

Y añade: “Mi primer PREVENTORIO no se eligió al azar, estos seres adocenados (se refiere a su familia) estaban empadronados en Madrid, y estaba claro que me debían de ingresar en uno cerca de la capital, así que escogieron el más cercano “EL PREVENTORIO FEMENINO DE LA SIERRA DE CUADARRAMA”, en el que nada más llegar allí comprendí que aquello era un lugar de sufrimiento, vejaciones y malos tratos”.

“Al llegar me desnudaron y me echaron pesticida DDT en la cabeza”

“Al llegar me desnudaron y rociaron con unos polvos blancos que, al respirarlos, comencé a toser, y me llevé el primer guantazo. Luego me pusieron una especie de vestido que recuerdo raspaba la tela muchísimo, me cortaron el pelo y me pulverizaron la cabeza con un pesticida llamado DDT”.

“Luego me la enrollaron la cabeza con una toalla blanca con la que me obligaron a dormir toda la noche. Imaginaros por un momento la escena tan dantesca e ininteligible para una criatura de tan corta edad (casi siete años). A la mañana siguiente, cuando me levantaron y me quitaron la toalla, las CUIDADORAS vieron que tenía toda, todita, toda la cabeza llena de llagas”.

“Los guantazos te los daban por cualquier cosa, por ejemplo, por llorar, por reír, por hablar, por toser, por estornudar. No te dejaban ir al servicio si no era en las horas que las CUIDADORAS tenían marcadas y, por supuesto, si te entretenías en algo, cobrabas”.

Josefa continúa su relato: “A mí me pusieron un lazo morado en la cabeza. Imagino que para distinguirme del resto de las niñas, que llevaban colores distintos, como el amarillo, el rojo… Este ultimo te advertían que estaba prohibido nombrarlo”.

“Lo debíamos llamar el blanco, el verde, el azul… Había un lazo que debíamos de enseñar a la hora de acostarnos y colgarlo muy pero que muy derecho en la cama, porque si se nos caía nos castigaban levantándote a ti y a más niñas, bruscamente, y al hacerlo, totalmente aterradas, no se les ocurría otra cosa que quemarte con la cera de una vela encendida el culo, y dejar que las otras niñas a las que habían levantado hicieran un círculo a tu alrededor para que lo vieran”. 

“No se podía mencionar la palabra rojo”

“Algunas se orinaban en los colchones y las dejaban toda la noche con las sábanas mojadas y para más inri nos abrían las ventanas de par en par, igual daba que fuese invierno, y en plena sierra de Guadarrama”, subraya Josefa.

“Recuerdo, claro que lo recuerdo, unas Navidades, sí, Navidades; suena bien ¿verdad? Nos pusieron a los pies de nuestras camas más temprano de lo normal, camas que teníamos que hacer a diario al igual que fregar de rodillas todo el pabellón con estropajos, jabón, lejía y trapos para recoger el agua fría de los cubos”.

“Y eso antes de que nos dejaran lavarnos solo con las bragas puestas y darnos el desayuno, una especie de papilla o algo así que a mi me daba un asco horrible, y como me producían arcadas y alguna que otra vez devolvía, me la hacían volver a tragar tapándome la nariz y echándome la cabeza hacia atrás mezclada con mi vómito”.

Carmen y su hermana Josefa.

“Pues en esas Navidades iba paseando con las CUIDADORAS, al lado, un señor de negro que una a una nos iba entregando un regalo, a mí me tocó un reloj de plástico que tenía una nariz pintada, unos ojos y unas manillas que se movían, y a la niña que estaba a mi lado, unas zapatillas rojas con borreguito por dentro que me parecieron tan calentitas que se las cambié por mi reloj que, simplemente, no me gustó nada como me miraba; y además pensé que no era nada práctico porque jamás me enseñaron a jugar y entonces, ¿qué iba a hacer yo con él?

Rebelde, sí, inquieta, sí, contestona, sí, desigual y difícil de controlar, también, ahora lo entiendo todo”.

-“Maldito lugar ese, un lugar donde las torturas eran retorcidas, inhumanas; por ejemplo, la ducha era semanal, nos desnudaban y en fila india con un frío horroroso las chicas mayores, con un estropajo impregnado en jabón, iban frotando tu cuerpo, y hasta que no te hacían heridas en la piel no paraban”.

-“Recuerdo, claro que recuerdo, sus miradas homicidas, dementes, desequilibradas y como disfrutaban ejerciendo su cometido, y una vez que finalizaban su trabajo nos secaban con un par de toallas para todas, toallas mugrientas, empapadas en agua de haber secado a otras niñas mientras, desnudas y muertas de frío, nos poníamos las manos en el pecho con los brazos cruzados, encorvadas y las piernas juntas”.

-“Recuerdo, claro que recuerdo, que con el pelo aún muy húmedo y esperando a que llegara mi turno para vestirme, en el lugar que me encontraba había unos grandes ventanales sin cortinas donde desde el otro lado unos hombres nos observaban y nos hacían fotos”.

-“Recuerdo, claro que recuerdo, el vaso al día que nos daban de agua, la sed que pasaba y para aplacarla solo se me ocurría cada vez que iba a orinar, por muchas ganas que tuviera, no hacerlo hasta que no metía las manos en el inodoro para sacarlas llenas de agua que ansiosamente consumía, después hacía mis necesidades y tiraba de la cisterna”. 

-“Recuerdo, claro que recuerdo, cómo cada mañana cuando nos pasaban revista nos llevaban a una especie de enfermería donde nos subían las mangas y nos pinchaban en el brazo unas inyecciones que según el día que fuera de la semana eran de un color distinto. a eso el médico y las enfermeras que estaban allí las llamaban vacunas, y era tan fuerte el dolor que me producían, a mí e imagino que a las demás niñas, que la habitación se llenaba de llantos mudos prohibidos”. 

-“Recuerdo, claro que recuerdo haber escuchado que estaban experimentando con nosotras, porque cuando uno va de CAMPAMENTO sea al lugar que sea, lo normal es que vayas vacunada de todo por si acaso, y no vacunarte una vez que has llegado al lugar de destino, y más en esa época en la que había cantidad de enfermedades infecciosas producidas por el hambre, la desnutrición, la pobreza, la higiene etc…etc…etc…”

-“Recuerdo, claro que recuerdo tener compañeras con POLIOMIELITIS enfundadas en unos aparatos ortopédicos monstruosos y niñas con SÍNDROME DE DOWN las cuales se las llevaban las CUIDADORAS por las noches y al día siguiente nos decían que sus familias habían ido a recogerlas cuando era mentira, porque ¿ a donde las conducían las CUIDADORAS a esas horas?, ¿ porqué no las devolvían a sus camas?”

-“Recuerdo, claro que recuerdo que ninguna teníamos tuberculosis, no, nos metían en esos ¡CAMPOS DE CONCENTRACIÓN FRANQUISTAS! para ¡EXPERIMENTAR CON NOSOTRAS Y LAVARNOS EL CEREBRO!, niños y niñas, todos de familias sin recursos, humildes, o conflictivas, pero seguro que nunca fueron ni hijos ni hijas de los GENERALES DEL RÉGIMEN a estos tan anunciados a bombo y platillo ¡CAMPAMENTOS!”

-“Recuerdo, claro que recuerdo que, cuando visitaba el PREVENTORIO DE GUADARRAMA LA MUJER DEL DICTADOR, CARMEN POLO DE FRANCO, conocida cariñosamente como “LA COLLARES”, y sus amigas, ese día nos daban de comer muy bien”

“Recuerdo, claro que recuerdo la cantidad de carne, leche, fruta, verdura, sacos de legumbres, de harina,  de arroz, botellas de aceite etc…etc…etc… que descargaban habitualmente en los almacenes y que imagino que parte se lo repartirían entre las CUIDADORAS. y la otra parte la dejarían para dar de comer los fines de semana a las familias que iban a visitar a sus hijos, por cierto a mí nunca vino nadie a visitarme”.

-“Recuerdo, claro que recuerdo, que no nos dejaban tener contacto con el exterior, y las cartas que nos obligaban a escribir era poniendo lo que ellas nos dictaban, para luego, entre risas y burlas, quemar las que habíamos escrito nosotras en un gran puchero como de hierro en la cocina. Lo sé porque yo siempre fui una de las niñas que no gozaba de algunas simpatías y privilegios, ya que no solo no hacía nada por ganarlos, todo lo contrario, cuanto más me pegaban, cuanto más me castigaban y me humillaban, más fuerte me hacia”.

“Recuerdo, claro que recuerdo, cuando me gritaban ¡LLORA!, ¡QUE LLORES!, nunca lo hice porque ya venía de vuelta del dolor físico, no lo hice, no, no lo hice, ni cuando me violaron”. 

“En varias ocasiones me dejaron durante un tiempo, que se me hizo eterno, en el patio, en verano, a pleno sol, un sol que al ser yo tan blanca agrietó mi piel, las CUIDADORAS se alarmaron al verme desmayada y me llevaron a la que llamaban “LA CASITA”.

“Pero les daba igual que fuera verano o invierno y que la nieve en Guadarrama cayera hasta cubrir por completo el PREVENTORIO, no se cortaban ni un pelo dejándome a la intemperie con un camisón, eso sí de manga larga, y según el humor que tuvieran en ese momento, me calzaban o no, mientras tiritando escuchaba sus risas que venían de las ventanas que daban donde me habían dejado un minuto, ¿para qué? ¿Para darme una lección? ¡¡¡Para qué entonces!!!”

“Sanatorio de tuberculosis de Alicante”

“Mi familia me llevó a un lugar donde salías, si es que lo hacías, peor de como habías entrado, física y psicológicamente destrozada ¡¡¡PERO VIVA!!!, a mi me iban a buscar cuando mi padre exigía ver la mercancía, o sea, yo, para ver si sus francos suizos se estaban invirtiendo bien”.

“A lugar donde me llevaron la segunda vez, no iba ningún niño o niña sin un motivo justificado, llegaron a conseguir un justificante de un médico amigo de la familia para que legalizara con su firma que yo tenía un problema pulmonar, y que debían de ingresarme en uno de los más prestigiosos de España que no era otro que EL PREVENTORIO DE AIGÜES DE BUSOT, SANATORIO DE TUBERCULOSOS, en ALICANTE”.

“No me pasaba nada, pero fue la excusa para llevarme allí, más lejos aún de ellos y de Madrid”.

La próxima semana, el capítulo 3 sobre la difícil vida de Josefa

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