La urdimbre indispensable: paz y concordia

9 de julio de 2025
3 minutos de lectura

A pesar de que la humanidad está obstinada en progresos tecnológicos y financieros, la paz es y seguirá la condición ‘sine qua non’ para la vida misma

ANTONIO PENICHE GARCÍA

En un mundo interconectado hasta niveles sin precedentes, donde las fronteras parecen difuminarse en el flujo constante de información, personas y bienes, la paz y la concordia entre las naciones dejan de ser meras aspiraciones idealistas para convertirse en la urdimbre fundamental, el tejido indispensable, sobre el que se construye el futuro de la humanidad. Su importancia trasciende lo moral y se ancla en la supervivencia, el progreso y la realización plena del potencial humano colectivo.

A pesar de que la humanidad está obstinada en progresos tecnológicos y financieros (son los encabezados principales, además de las agresiones y guerras), la paz es y seguirá la condición sine qua non para la vida misma y el desarrollo básico. La guerra, su antítesis, es un devorador catastrófico: devasta infraestructuras, aniquila vidas humanas (civiles en su mayoría), desplaza poblaciones enteras y envenena tierras y recursos para generaciones. Los conflictos armados desvían recursos colosales  hacia la maquinaria bélica, perpetuando ciclos de pobreza y subdesarrollo. La paz, por tanto, no es sólo la ausencia de violencia; es el espacio vital donde las sociedades respiran, se reconstruyen y proyectan. La concordia, como estado de entendimiento y cooperación activa, fortalece este espacio, permitiendo abordar desafíos compartidos.

La paz y la concordia son los cimientos del progreso humano y la prosperidad compartida. La estabilidad política y la confianza mutua son el caldo de cultivo esencial para la cooperación internacional. Sólo en un clima de paz pueden florecer plenamente el comercio justo, la inversión productiva, la transferencia de conocimiento y la colaboración científica.

Grandes avances en medicina, tecnología o lucha contra el cambio climático –como el CERN, la Estación Espacial Internacional o el Acuerdo de París– son frutos directos de la colaboración pacífica entre naciones. La concordia facilita la creación de marcos legales internacionales, la protección de los derechos humanos universales y la gestión conjunta de bienes comunes globales. Además, la interdependencia global magnifica la necesidad de paz y concordia. Los desafíos del siglo XXI son inherentemente transnacionales: pandemias, cambio climático, ciberseguridad, crisis financieras, terrorismo. Ninguna nación, por poderosa que sea, puede enfrentarlos eficazmente en solitario. Estos problemas requieren respuestas coordinadas, basadas en la confianza, el diálogo constante y la voluntad de ceder parte de la soberanía en aras del bien común.

La discordia, el aislacionismo o la desconfianza paralizan la acción colectiva necesaria, con consecuencias potencialmente catastróficas para todos. La concordia se convierte así en un imperativo de supervivencia colectiva frente a amenazas que no conocen fronteras.

Sin embargo, lograr y mantener la paz y la concordia no es tarea fácil. Exige un compromiso constante, un diálogo paciente y la construcción de instituciones sólidas. Requiere vencer la desconfianza histórica, abordar las causas profundas de los conflictos, promover el respeto a la diversidad cultural y fomentar una cultura de diálogo y resolución pacífica de controversias a través del derecho internacional y organismos multilaterales eficaces.

La diplomacia preventiva, el desarme, la promoción de la justicia social global y la educación para la paz son herramientas esenciales en esta construcción perpetua. La importancia de la paz y la concordia entre las naciones no puede ser subestimada. Son mucho más que ideales nobles; son la infraestructura esencial para la existencia digna, el progreso sostenible y la supervivencia misma de la humanidad en un planeta compartido y amenazado.

En un mundo de desafíos globales interconectados, la discordia es un lujo suicida que ninguna nación puede permitirse. Fomentar la paz activa –basada en la justicia, el diálogo y la cooperación– y cultivar la concordia como principio rector de las relaciones internacionales no es sólo un deber ético, sino la única estrategia racional para tejer un futuro donde la humanidad, en su diversidad, pueda florecer.

“No hay camino para la paz, la paz es el camino”, diría Mahatma Gandhi. La paz no es el silencio de las armas, sino la sinfonía armoniosa de naciones colaborando en la gran obra común de construir un mundo mejor para todos. Esa sinfonía es nuestra única esperanza y nuestro mayor desafío. Ahora bien, existe una urgencia, un apremio fundamental para poder lograr esa paz en nuestro planeta y la cual está marcada por esa velocidad vertiginosa, la hiperconexión digital, la incertidumbre global y una cacofonía constante de demandas externas.

Ese urgente apremio es el de encontrar la paz espiritual en lo individual, la cual se erige no como un lujo contemplativo, sino como una urgencia existencial fundamental, debiendo ser un compromiso prioritario de cada ser. Y, tal vez, El Compromiso.

*Por su interés reproducimos este artículo de opinón de Antonio Peniche García publicado en Excelsior.

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