Cuando me detengo ante un estanque admiro la serenidad del agua, su quietud para ser espejo de los árboles vecinos, de las rosas de enfrente. Si voy al mar, luchan mis ojos con el agua sobresaltada por la mano del viento que la mueve en una danza de espumas y agradezco, entonces, a los ríos su calma inquieta, su sede de sal en las últimas orillas… Toda el agua es un afán por cambiar de postura sin descomponer la belleza de su movimiento.
Cuando, casualmente, aparece en algún telediario la bancada de los ministros y observo los gestos, las palmas, las palabras y miradas de la vicepresidenta primera, se amontona de pronto la vulgaridad más extrema y lo único que pido a mi sensatez es olvidarla.
Me gustaría de pronto detener los instintos de quienes aplauden incomprensiblemente y advertir que la vulgaridad es el descuido de no haber seleccionado lo hermoso de la vida. Esta señora no sabe de posturas ni de composturas, es una lágrima llorada en los ojos de los que, sin remedio, la vemos aparecer en su puesto de frutas pregonando quimeras.