Hoy: 3 de diciembre de 2024
Hace unos meses el director de este digital, José Antonio Hernández, buen amigo mío desde hace muchos años, me invitó a escribir de vez en cuando, algún artículo y publicarlo en la sección de OPINIÓN. Yo le dije que con mucho gusto le enviaría escritos cada 15 o 20 días.
Tengo que reconocer que estoy encantado colaborando a que este digital, Fuentes Informadas, cada vez crezca más y sobre todo sirva de referencia de independencia y pluralidad. Desde que empecé me hice el firme propósito de evitar hablar de política, pues no soy un analista político, y además reconozco que no sería muy imparcial.
Pero lo que sí me gustaría es que mis escritos sirvan para el debate, para hacerse preguntas, para establecer el diálogo o simplemente para reflexionar o debatir.
El pasado 21 de este mes se publicó un magnífico artículo, firmado por José Juan, sobre la esclavitud.
Les voy a contar una historia absolutamente cierta, porque yo la viví, y de hecho estaba involucrado en la misma y me gustaría que sirviera para que todos los que quieran puedan opinar, debatir, preguntar o contestar. O simplemente reflexionar. Todo lo que les cuento a continuación es cierto, sólo cambio nombres de personas y algunos
lugares para mantener el anonimato de las personas.
En el año 1996 yo mantenía una gran amistad -la sigo teniendo, claro- con una mujer peruana. Eran tiempos de bonanza económica aquí
-antes de la famosa burbuja- y difíciles en el Perú. Había la posibilidad, permitida legalmente, de que vinieran personas de Perú para trabajar aquí, sólo era necesario firmar unos papeles como que el firmante se comprometía a contratar a una persona para concederles el permiso.
Es justo reconocer que todos los inmigrantes que vinieron en esas fechas y posteriormente han ayudado, en contra de la opinión de muchos conservadores, a que España haya crecido y esté en las mejores condiciones económicas.
Mi amiga me pidió que lo hiciera con varias personas, unas familia y otras conocidas. No era muy legal eso, lo de firmar para varios, pero era bastante normal y, sinceramente, no se controlaba mucho.
Una de las personas que vino gracias a mi firma fue Roberto (nombre ficticio). Es verdad que venía ya con trabajo asegurado en un bar-restaurante, aunque el dueño no podía firmarle los papeles por motivos legales. Tenía Roberto 30 años, estaba casado y dos niñas de 6 y 4 años. Su mujer y sus hijas se quedaron allí, en Perú, viviendo en casa de los padres de ella.
Roberto venía con la intención, y así fue, de estar cuatro años aquí y en ese tiempo ahorrar lo suficiente para volverse a su país y montar su propio negocio. Habló con el dueño del restaurante donde iba a trabajar y le explicó que quería trabajar todos los días y al final las condiciones fueron las siguientes: entraba a trabajar a las 9 de la mañana y salía a la hora del cierre, por la noche. Entre semana podían ser las 11 o las 12 de la noche y los fines de semana más tarde.
Allí pasaba el día trabajando en cualquier faena, sirviendo mesas, en la barra, en la cocina, limpiando o fregando. Daba lo mismo, todo el mundo estaba encantado con él, por su constancia, siempre con una sonrisa, nunca protestaba ni se quejaba por nada y era un excelente compañero. Todas las comidas del día las hacía allí, gratis, pues era una de las condiciones. Cuando salía de trabajar se iba a una habitación que tenía alquilada, con baño, y muy cerca de su trabajo. Allí se duchaba, lavaba su ropa y descansaba. Y al día siguiente, lo mismo.
Y así todos los días de la semana. Y así todos los meses. Y así cuatro años (y varios meses).
El tercer año de estar aquí el dueño le comunicó que el mes de agosto cerraría el restaurante porque tenía que hacer pequeñas obras de acondicionamiento.
Y ahí tenemos a nuestro amigo Roberto hablando con el dueño de otro restaurante cercano para poder trabajar ese mes de agosto.
Así fue, pero faltando unos días para terminar agosto el jefe -el original- le llamó y le dijo que la obra se retrasaría unos días más, cuatro o cinco, y él decidió que se tomaría sus únicas vacaciones.
El 1 de septiembre se cogió un tren que le llevó a Barcelona y cumplió su gran sueño que era visitar el Camp Nou y su museo, pues era un acérrimo seguidor del Barcelona. Paseó por la ciudad, durmió en una pensión y a los tres días regresó a Madrid. Y continuó con su vida.
Sólo se gastaba en pagar la habitación y algún gasto pequeño que pudiera tener, como el teléfono móvil para poder hablar con su familia y poco más. Lo menos posible. El resto de su sueldo, con horas propinas, etc. lo mandaba íntegro a su mujer.
Cerca de su trabajo había una delegación de un sindicato de trabajadores y casi todos los días solían ir a comer allí algunos de los trabajadores del sindicato. Conocían y sabían perfectamente su situación laboral, que por cierto, no era muy legal que digamos.
Pasados los cuatro años que se había puesto como meta -cuatro años y tres meses, exactamente- se despidió de todos los que le conocíamos, de su jefe que llegó a quererle de verdad, de los amigos que hizo, que fueron muchos gracias a su buen carácter, y se volvió a su país, con su mujer y sus hijas. Se reencontraron después de tanto tiempo.
Su mujer, Celia (nombre ficticio) había sabido ahorrar y sacrificarse y con todos sus ahorros, que fueron muchos tuvieron para comprarse un terreno en un barrio de su ciudad donde pudieron hacerse una casa, no muy grande, y en la parte de abajo pusieron un bar-restaurante. La planta de arriba era su vivienda.
Con su esfuerzo y trabajo el negocio prosperó, se metieron en más negocios, y para no cansarles mucho les diré que hoy en día tienen varios restaurantes, dos hoteles, unos de ellos de 4 estrellas, una casa rural y varios negocios más.
Viven en una bonita casa, sus dos hijas han estudiado en la universidad y la mayor trabaja en una multinacional en Lima.
Les aseguro que aunque todo lo contado pueda parecer un cuento muy bonito donde todo es perfecto y tiene un final muy feliz, es absolutamente cierto.
Todos los años Roberto y yo nos felicitamos las navidades, y todos los años le prometo que iré a verle a Perú.
Bien, pues ahora yo me planteo varias preguntas, y les pido a los que hayan tenido la paciencia de leer esto que se las hagan también.
¿Roberto se autoesclavizó, voluntariamente, para conseguir una vida mejor para él y su familia? ¿Es lícito, moralmente, lo que hizo, con el sacrificio que supuso para él y su familia? ¿Su jefe, durante los más de cuatro años que trabajó para él, le explotó? ¿Los sindicalistas, que conocían su situación, sabiendo, como sabían, que no era del todo legal su situación laboral, por el exceso de horas que trabajaba al día, debieron intervenir de alguna manera? ¿Tengo yo que fui el que permitió que viniera Roberto, que estar satisfecho o consentí la autoesclavitud y no debo tener ningún problema de conciencia?
Se podrían hacer muchas más preguntas, y sobre todo, habría mucho que debatir sobre una cuestión así.
Roberto supo sacrificarse, perderse unos años importantes en la educación de sus hijas pero lo hizo para buscar el bienestar para su familia, bienestar que debía ser el propio Estado, en este caso Perú, el que debería haberle dado todas las oportunidades.