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Josefa Fraile, abandonada por sus padres y violada a los 8 años por un cura, relata cómo se entregó al sexo de lujo: “Mi reputación no es lo que soy”

Josefa Fraile

Josefa Fraile, con 21 años, y, a la derecha, en la actualidad. /FI

Tras una vida de grandes sufrimientos, Josefa narra uno de sus encuentros en la suite de un portentoso hotel tras un cruce de miradas con un hombre muy galante

Josefa Fraile Muñoz, que hoy ronda los 65 años, ha decidido destapar su pasado. Está lleno de espinas y sufrimientos, y de profuso sexo. Con cuatro años, su madre dejó a su padre y a sus dos hija pequeñas y se fue con otro hombre que no quería mochilas. A Josefa la dejó en un orfanato. A su hermana Carmen, dos años mayor que ella, con los abuelos paternos. El padre también las abandonó para irse “con una italiana”. La vida de ambas niñas fue terrible desde ese momento. A Josefa, en el orfanato, con solo ocho años, la violó “un hombre con una sotana negra”.

Cuando por fin lograron reencontrarse ambas hermanas, ya veinteañeras, la felicidad fue efímera. Carmen despareció de un día para otro. Y Josefa ha dedicado casi el resto de su existencia a buscarla. 36 años duró la búsqueda. Pero estaba muerta. Un amante se la llevó de Madrid a Barcelona y allí, embarazada de seis meses, le disparó en la nuca.

El ADN ayudó a localizar su cadáver, que ya descansa en un cementerio de Barcelona. Josefa, sola en la vida, hizo de todo para encontrarla. Ha sufrido mucho, pero ya está más tranquila. “Al menos sé donde está mi hermana y qué le pasó”. Para encontrarla hizo de todo, se acostó con hombres que podían darle pistas de donde estaba su hermana. Y con otros, lo hizo por dinero para sobrevivir.

Por su cama ha desfilado mucho lujo. “Mi vida ha sido dura, y ahora que sé donde está mi hermana, no tengo reparo en contarla. Yo soy la dueña de mi vida”, subraya Josefa, quien, a continuación, bajo el nombre ficticio de Nina, cuenta, de su puño y letra, cómo fue uno de sus lujosos encuentros sexuales:

Miradas en el hall del hotel

“No hay nada menos elegante que una mujer con un perfume que no sea el apropiado, es por eso que mi lugar de reunión preferido siempre fue uno de los mejores casinos de la ciudad donde por mi trabajo podía elegir jugar jugándomela.

Un lugar en donde el espectáculo lo tenía asegurado sin pagar entrada, un lugar donde nada más llegar, una vez puesto los pies en la moqueta roja que cubría todo el suelo del casino, los guardianes de las puertas gentilmente se ofrecían para ayudarte a desprenderte de la capa negra forrada con un raso granate intenso que hasta hacía unos instantes escondían mi secreto mejor guardado.

Un secreto que no era otro que el de un ceñido y corto vestido de tela tejida con hilos brillantes de color plata, sin mangas, con guantes largos a juego hasta más arriba de los codos.

Es entonces cuando paseo por la alfombra que me conduce hasta uno de los divanes colocados estratégicamente justo en el centro del hall, y me dejo caer lentamente en el, intento acomodarme mientras sutilmente voy deslizando mis largos guantes por mis brazos hasta desprenderme de ellos, y sin apenas darme tiempo para colocarme el vestido, una voz me da las buenas noches y me invita a pedir algo de beber.

Cuando levanto los ojos veo quién me lo está sugiriendo. Es un hombre de mediana edad, de aspecto canalla, con traje negro y sonrisa cautivadora, de pelo oscuro pero con unas canas estratégicamente colocadas en sus patillas que le salen desde la sien, las cuales hacen que las mariposas que tenía dormidas  antes de entrar en el local, comiencen a revolotear precipitándose por la rampa de mi garganta hasta el estómago.

Pensé, complicado no fijarse en él, en esos ojos verdes como dice Sabina color marihuana, y en esa piel de un moreno caribeño que no solo te cortaba la respiración, sino que además si no eres lo suficientemente prudente y experta en esquivar esos lances, en menos de un segundo le estarías sugiriendo que lo que deseabas en esos momentos era volver a levantarte y pedirle amablemente que te sujetara con sus grandes manos por la cintura.

“A lo Clark Gable, los besos que rompen medias del gustazo”

Y que apretara tu cuerpo junto al suyo, que te besara con pasión y poder sentir la misma sensación que sentían las mujeres que besaba Clark Gable, que no era otra que, según se decía, cada vez que las besaba se les rompían las medias del gustazo.

Bueno, eso era lo que se me vino a la mente en unas décimas de segundo, no quiere para nada decir que me fuera a pasar ni por asomo, y menos a mi, pero en fin, le pedí un agua de PERRIER con burbujas muy fría, que caliente, caliente ya me había puesto yo solita, y fue entonces cuando por primera vez escuché su voz…

¿Perdón? ¿cómo dice usted, señorita? -No soy un camarero, soy como usted, un cliente y mi nombre es Arthur

Nina. ¡Perdón, qué vergüenza!

Arthur. Si no le incomoda, ¿me invitaría a sentarme junto a usted?

Nina. si, por favor.

Arthur. Gracias, ¿le puedo preguntar su nombre?

Nina. Sí, como no, mi nombre es Nina

Arthur. Tiene usted un nombre precioso.

Nina. Gracias.

Arthur. Me disculpa un momento, Nina, voy a pedir ese agua y para mi otra, espero que a la vuelta siga estando aquí.

Nina. Estaré.

A los pocos minutos Arthur regresó portando solo una botella de agua y dos copas.

Arthur. Ya estoy aquí otra vez.

Nina. Ya veo, pero solo trae una botella, a lo que Arthur contestó: sí, lo sé, y dos copas como verá

Arthur. ¿Le importa compartir conmigo la primera? Y si luego seguimos teniendo sed, gustosamente volveré a la barra a pedir otra más, es la única forma de que cuando la traiga esté lo suficientemente fría para que el sabor de las burbujas al deslizarse por su garganta le haga sentir que se encuentra en los fiordos noruegos… !Vaya¡… he conseguido robarle una sonrisa.

Arthur. Brindemos pues -dijo en tono divertido

Nina. Yo con agua ella no brindo, da mala suerte, porque las burbujas, al chocar las copas, se rompen, y me despertarán, y quiero seguir soñando.

Se chocaron las copas, pero no desapareció la magia, todo lo contrario. Arthur no dejaba de mirar su esbelta garganta adornada por un magnífico collar de perlas, en las que había que fijarse muy bien, ya que se emboscaban perfectamente entre la formidable palidez de mi cuello, como entre el resto de las partes del cuerpo que generosamente sobresalían del plateado traje, que no dejaba nada a la imaginación.

Arthur. ¿Qué piensas Nina? -me susurró al odio Arthur

Niña. ¿Por qué no me lo dices tu?

Arthur. Pues porque te sonrojarías y yo quedaría como un grosero y no es mi estilo.

Nina lo miró y le dijo: ¿Acaso tengo pinta de sonrojarme e incluso asustarme, o sorprenderme, cuando me hagas saber de tus intenciones?

Arthur. ¿Intenciones?

Nina. Sí Arthur, esas que son las mismas que las mías

Arthur. Tal vez debo intuir que estas pensando Nina lo mismo que yo?

Niña. ¿Y en qué estoy pensando, Arthur?

Arthur. En seducirme, pero no sabes cómo voy a reaccionar y francamente me apasiona como estas tanteando el terreno, y si sigues con este jueguecito no me va a  quedar otra que apartar mi faceta de conquistador, saltarme todos los protocolos que conlleva el cortejo e ir al grano.

Nina. Pues hazlo, ¿a qué estás esperando entonces? ¿no será que eres tú el que tiene miedo de no estar a mi altura?

Arthur. Deja de mirarme así Nina, te lo suplico, me estas destruyendo, nunca me había pasado una cosa igual con nadie, me has hechizado y eso no puede ser bueno para mi.

Nina. Ya…

Arthur. Y en la pócima que has ido preparando para lograr tu premio, ¿qué es lo que me has echado?

Nina. Nada.

Arthur. No sé, pero la cabeza me da vueltas, solo deseo poseerte, hacerte mía, acaso no te sorprende que me comporte así ¿verdad? Es tal vez que estas acostumbrada a disfrutar viendo a los hombres en mi misma situación si tienen la buena o mala suerte de que te cruces en su camino, ¿es eso? ¡dime!

Nina. Para nada, querido, sabía que iba a pasar, para mi era evidente, si no eras tu habría sido otro quién lo hubiera intentado, como cada noche que apuestan por mi. Te has equivocado de una manera garrafal al fijarte en mi persona, porque has hecho algo que podías pero ya no podrás prevenir, no vas a poder evitar las consecuencias de tan desafortunada decisión.

Arthur. Perfecto, entonces mejor que sea conmigo.

Cogiéndome fuertemente la mano desnuda, Arthur me preguntó: ¿Me permites pedir una suite?

Nina. Ladeé la comisura del labio hacia la izquierda en señal de afirmación, dejando que le siguiera hasta el mostrador de la parte del círculo de NO CONTRIBUYENTES, dedicada a la recepción de la parte que administraba las habitaciones del Casino Hotel, donde, una vez concluido el corto paseo, me aparté con la exquisita elegancia que me caracterizaba para que Arthur se adelantara. Y mientras sus feromonas competían por hacerse un hueco en mi cuerpo, entregó su tarjeta platino al recepcionista para que les asignara la más deseable de las estancias.

Concluido el trámite, Arthur me volvió a ofrecer la mano, la misma de antes, de la que sobresalía de la chaqueta el puño de la camisa blanca adornada con un gemelo de oro en forma de escudo.

Mi mano se fundió con la de Arthur, y, a paso más bien ligero, fueron hacía el ascensor. Allí aguardaba un muchacho de no más de 20 años vestido con casaca, pantalones y gorra roja, con abotonadura dorada y entorchados a juego. Nada más introducirnos en la cabina, estilo siglo diecinueve, a qué piso deseábamos ir.

Arthur no le escuchaba, todos sus sentidos habían sido secuestrados por mi. Aún así el muchacho insistió y volvió a preguntarle, ¿caballero a qué piso, por favor? -continuaba sin recibir respuesta. Acto seguido quitó los dedos de los botones del panel, elevó la mirada hacia el techo mientras Arthur no dejaba de mordisquear suavemente el lóbulo de mi oreja.

Al sentir por un momento que el tiempo parecía que se hubiese parado, Arthur volvió la cabeza e increpando al “PILOTO DE LA CABINA”, con una arrogancia excesiva que no venía a cuento, se acercó a él y le murmuró al oído: “100 euros si pone esta prisión del demonio a funcionar y otros 100 si de una puta vez entiende quién soy”.

Brillantes gotas de sudor

Nervioso, confuso y asombrado cuando se percató de quién era la persona que se encontraba junto a él, sin mirar la caja donde encendidos se veían los número de las plantas, instintivamente pulsó la correcta, mientras unas indiscretas pero brillantes gotas de sudor resbalaban sospechosamente por su rostro. Levantó la mano, el ascensor por fin se paró y salimos…

Había una inmensa alfombra azul aterciopelada que se extendía por todo lo largo de un pasillo interminable, y que anunciaba sin pudo. el número de cada habitación. Muchos pomos de puertas avisaban: “NO MOLESTAR”.

Arthur. Bésame Nina

Nina. No

Arthur. Por qué no, ¡me estás volviendo loco, me das y me quitas sin explicación alguna todo aquello que deseo!

Nina. Lo sé, y es por eso que no lo hago, no es el momento.

Arthur. ¿Qué pretendes, acabar conmigo? ¿Someterme?.

Nina. No estaría mal intentarlo.

Arthur. ¿En serio piensas eso? Entonces estas loca… cómo llamarías tú a esto que me estás haciendo, ¡dime!.

Nina. Deberías de matizar, Arthur.

Arthur. No puedo matizarte. Solo sé que te deseo con todo mi ser.

Arthur se puso de de rodillas. (Yo ya estaba sentada en una cama donde reposaban unas colchas bordadas por los más prestigiosos artesanos de Damasco, con doseles de madera de palo de rosa, que lucían unos cortinajes de seda blanca) Despacio, muy despacio y sonriendo aparté la mano de Arthur de mi entrepierna empapada por un sudor que la hacía resbalar. Pensé que sus dedos curiosos estaban llegando demasiado lejos y el juego solo acababa de empezar.

Mientras le quitaba las manos de mi entrepierna, Arthur no dejó pasar la oportunidad de acariciar sibilinamente las medias de seda negra sujetas únicamente por sus tersos muslos. Al tener mis piernas medio abiertas, Arthur los podía ver, y pensó que con un pequeño toque de muñeca llegaría a soltarlas como por arte de magia del liguero rojo que conjuntaba perfectamente con mi vestido. 

Los labios de Arthur se fueron aproximando lentamente esperando a que yo bajara la cabeza para encontrarme con ellos.

Pasó, y cuando nuestras bocas se sellaron sin reparar en los riesgos de lo que podía surgir, sin apenas poder sujetar ya nuestros encendidos cuerpos, Arthur deslizó la llave de la habitación por su mano y comprendió entonces que querer solo un beso para llevarla a la cama y reír junto a ella, no era la mejor de las estrategias, pero sí era lo más parecido a dejar que sus cuerpos fluyeran y se entregaran a la pasión. 

Y hasta aquí esta historia de dos desconocidos que una vez jugaron… “AL JUEGO DE LOS ENAMORADOS”

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