Hoy: 29 de noviembre de 2024
La autora de este escalofriante relato sobre la prostitución (con la que ella vivió y convivió) es Josefa Fraile Muñoz, la madrileña Y esque buscó a su hermana sin descanso durante 36 años, hasta que la halló asesinada por el amante con quien se fue desde Madrid a Barcelona. La hermana, Carmen, estaba embarazada cuando le propinaron un tiro en la nuca.
Ambas niñas nacieron en un matrimonio roto. Fueron abandonadas por sus padres, literal, siendo unas crías. Pero de muy niñas, se prometieron que si las separaban, se buscarían.
Josefa, una infancia de orfanatos. Su hermana Carmen, con los abuelos. 6 y 4 años tenían entonces. Fue muy dura la infancia de Josefa, especialmente la de Josefa. En uno de los orfanatos en que estuvo “un hombre con sotana negra, me violó”, ha relatado a este digital.
Y en otro preventorio de Alicante, la trataron como loca entre locos. Las hermanas volvieron a unirse en la juventud. Y se fueron a vivir juntas, o a lo sumo muy cerca la una de la otra.
Pero algunos años después, Carmen desapareció con un hombre. Josefa la buscó y la buscó, y en ese recorrido se adentró en mundos muy sórdidos. Necesitaba medios para seguir buscando a su hermana. E incluso para vivir. Y se enfangó en el lodo. Vivió con prostitutas.
Llegó a regentar dos locales (uno de ellos, en Azuqueca de Henares, durante cuatro meses, como favor a una amiga). E incluso se acostó con más de un hombre que intuía podía darle pistas del paradero de su hermana.
“Solo nosotras [las prostitutas] sabemos como nos sentimos cuando los cazadores de sentimientos salen en busca de ellos, y por un puñado de billetes compran “UNOS POLVOS DE EMERGENCIA” para satisfacer sus más primitivos instintos, y por desgracia a nosotras, las respetadísimas luciérnagas de noche, no nos queda más remedio que claudicar, aunque luego una vez finalizado el trabajo, porque es lo que es, uno de los más ingratos, duros y humillantes que hay sobre la faz de la tierra.
Hay que tener un estómago muy pero que muy grande, y que ni toda el agua del canal de Isabel II sería capaz de eliminar de nuestra piel toda la basura que la cubre una vez acabada la jornada.
Cuerpos maltratados, doloridos, ultrajados incluso muchas veces violados, que durante horas hemos tenido que vender al mejor postor, unas veces por necesidad, la mayoría de las veces por obligación, para poder continuar sobreviviendo a nuestros dueños, y la más triste de todas ellas, por el simple echo de ser “MUJER”.
Nosotras, y digo bien, nosotras, una vez realizados todos y cada uno de los servicios que durante la noche nos fueron requeridos, las más afortunadas regresamos a nuestras casas exhaustas pero vivas, y con las pocas fuerzas que aún nos quedan.
Vamos poco a poco desprendiéndonos de la ropa que nos cubre, abandonándola junto a los zapatos de tacones interminables en el frío y estrecho suelo del pasillo, el cual recorremos ya desnudas, mientras nos vamos recogiendo con una pinza la melena que unos minutos antes nos cubría los hombros.
Vamos descalzas, a paso lento, como si nuestros pies supieran a donde conducirnos para lánguidamente introducir primero uno y luego el otro orientados por el ruido de las gotas al caer de un antiguo grifo oxidado, testigo mudo encargado de llenar con apenas medio metro de agua caliente, aunque con suerte solo llegará a estar un poco tibia.
La bañera desconchada y amarillenta que preside el pequeño cuarto de baño, donde nada más meterse nuestro cuerpo se encogerá en actitud fetal, al tiempo que instintivamente alzaremos la cabeza dejando que caiga sobre ella un torrente del mismo agua, con tal fuerza que haga que la volvamos a ocultar entre nuestras piernas para proteger los ojos, y así volver a ver por encima de ellas como cada madrugada de que forma se mezclan nuestras lágrimas.
Y el maquillaje barato que juntos van resbalando ambos por nuestras pálidas mejillas, esas mismas pálidas mejillas que unas horas antes estábamos restaurando para salir a las calles, para intentar una vez más disimular las cicatrices que sin piedad había dejado en ellas el paso del tiempo.
Y el dolor de nuestras almas maltrechas, y que nuestros ojos apenas podían ver como se iban alejando por el desagüe, donde les esperaran impacientes los restos de los fluidos.
Fluidos expulsados por nuestro cuerpo la madrugada anterior para volver a encontrarse con ellos en espera de que volvamos a retornar nuevamente, vivas, y poder cumplir una vez más con el mismo ritual después de regresar de las mismas cloacas embutidas en los mismos extravagantes modelos baratos de mercadillo de barrio.
Cloacas oscuras donde todo vale, donde todo está permitido, donde nadie ve, donde nadie escucha, donde nadie habla, donde no se regatea por el precio de la mercancía lleven o no lleven uniforme los consumidores de dicho producto.
Cloacas a las que nos obligan ir, a las que no nos queda otra que ir, a las que hagamos lo que hagamos siempre nos estarán vigilando para que de una forma u otra recordemos unas veces a base de golpes y otras con amenazas, si no obedeces o no cumples sus expectativas, lo que somos, de donde venimos, y de donde no podremos salir jamás hasta saldar la deuda que nos une a ellos.
Las meretrices o trabajadoras del sexo como nos llaman, buscadoras de presas fáciles, nosotras, las cuales nunca nos vamos a defender porque sabemos de sobra que no son ellos las presas, sino que somos nosotras esas “presas fáciles” que cada noche hacemos girar sus ruletas rusas, unas ruletas rusas de las cuales los guardianes de ellas nunca nos van a dejar escapar.
Y no dejamos de preguntarnos, ¿QUIÉNES SOMOS MÁS CULPABLES?, ¿ SON QUIZÁS LOS QUE NOS PAGAN POR PECAR, O LAS QUE PECAMOS POR LA PAGA?, que más da si el orden de los factores no altera el producto.
Y tan culpable es el que mata como el que tira de la pata, sencillamente somos un negocio muy pero que muy lucrativo en el que todos quieren de una forma u otra participar, eso sí, con mascarilla y volviendo la cara hacia otro lado a la hora de hacernos firmar los documentos que les convierten a ellos en DUEÑOS Y SEÑORES.
Somos nueva mercancía para sus negocios ilegales de TRATA DE ESCLAVAS, a los cuales les perteneceremos de por vida por las buenas o por las malas, hasta la muerte.
Porque la prostitución no es el oficio más viejo de las mujeres, sino el privilegio más antiguo de los hombres.
Cuando decimos que la esclavitud ha desaparecido de la civilización, no es cierto, la esclavitud todavía existe, pero ahora solo se aplica a las mujeres y su nombre es…
¡PROSTITUCIÓN!