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Identitarismos y estrategias de odio contra los Derechos Humanos: Las cosas claras

Esteban Ibarra

Esteban Ibarra, presidente del Movimiento contra la Intolerancia.

Transitamos por tiempos inquietantes, alimentados por problemas sobrevenidos, falta de certidumbre en un horizonte cortoplacista y muchas desesperaciones individuales, familiares y colectivas.

Tan pronto un virus nos diezma como el calor nos asfixia; presto, nos emerge una crisis económica y de energía con otra que se solapa con graves problemas climáticos y de sequía; bien nos montan e implican en una guerra, como nuestro país se fogonea a base de incendios, en su mayoría provocados.

Muchas emociones, algunas útiles para golpes de autoridad pero inútiles para el ejercicio de la razón, y menos si esta es ilustrada y exige análisis científico y pensamiento crítico.

Hay emociones que pueden ser utilizadas, si cabe, para trasladar responsabilidades fuera de la propia y señalar posible culposidad o negligencia del “otro” y para, de paso, afirmar la identidad propia que un contexto de dificultad se vuelve excluyente y agresiva.

Es fácil de observar que estamos plagados de gestos simbólicos identitarios, en especial de raíz ideológica, que ocultan la profundidad de las contradicciones, sean en los escenarios del “‘Me too’ hiper feminista”, de la “Greta meta climática” o en los de la “espada de Bolívar”, en todos, por lo general, no hay mito sin rito.

Frente a los impulsos de emociones justificadoras, provengan de ultra-nacionalismos, abominables tesis racistas, colonialismos e imperialismos de todo cuño, o por ideologías bolchevistas y de otros “ismos” que desembocaron en un siglo XX terrorífico contra el ser humano, en 1948 se alzó un gran pacto por el reconocimiento de la dignidad humana, las libertades y derechos intrínsecos de la persona, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Paradigma de la convivencia y de la democracia.

Demasiado sufrimiento en la Historia de la Humanidad, desde nuestras raíces hasta este punto de llegada, que debería ser el paradigma del presente y futuro, si queremos tenerlo.

¡¡Y atención!!

En nuestra magna Declaración no se habla de “identidad”, ni de sentimiento esencialista, y si de la dignidad de la persona, que es lo esencial y universal para todas, con sus múltiples y variadas realidades, y se encomienda a la educación: “el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos”.

La identidad es un significante de dudoso cientifismo, siempre bajo sospecha, como toda emoción no sujeta a la razón humana y a la conciencia ética, que es lo que señala el artículo 1 de la Declaración de Derechos Humanos de 1948, con la finalidad de evitar emociones identitaristas como las nacionalistas que culminaron en Europa en dos Guerras Mundiales, el Holocausto nazi y el Holodomor bolchevique, entre otras tragedias que nos asolaron.

Anteriormente las identidades religiosas y su intolerancia, sus guerras, como señaló Voltaire, ya nos habían dejaron el mundo sembrado de matanzas, claro, sin olvidar las masacres coloniales, ni los más recientes totalitarismos, como el nazismo, los fascismos, comunismos e integrismos. Los derechos humanos son de cada persona y están por encima de las identidades, preceden a la ley positiva, porque ese es el paradigma democrático.

En la España de hoy ¿cuántas identidades hay? Somos 47 millones de personalidades. En Europa 750 millones, de los cuales 447 pertenecen a la Unión Europea, en un mundo que en 2022 somos 8.000 millones de seres humanos.

¿De cuantas identidades hablamos?

Podríamos sostener que bajo el criterio de identidad habría infinitas combinaciones y realidades, homogéneas, yuxtapuestas o heterogeneas que presentan nuestro genoma y nuestra infinita social y cultural.

Muchas comparten valores, organización política, religión, caracteres fenotípicos, sexuales o de género y un largo etcétera. Y se hacen notar en función de las organizaciones que las cobijen y su poder de impacto.

El término identidad, más allá de la personal, donde la dignidad de cada uno es “en sí”/” y “para sí”, socialmente hablando presenta muchas contradicciones, dada la diversidad interna de cualquier conjunto humanos, sea un país o un colectivo.

Viene referenciándose como un conjunto de rasgos o características de una persona o grupo que permite distinguirlas de otras personas en un conjunto humano. La evolución creativa de la humanidad rompe con el esencialismo identitario.

Lo que llaman identidad, sea cultural, étnica, nacional, de género, racial… no pertenece realmente al plano de los hechos, son construcciones ideológicas. Lo que es un hecho, es que todos somos diferentes, aunque todos somos iguales en dignidad y derechos humanos.

No obstante, toda persona, desde su autonomía,  puede elegir o definir su identidad pero sin dañar los derechos de las demás.

El problema comienza si la presentamos o vivimos de forma absoluta, fundamentalista, con fanatismo y no digamos si se deriva en propuestas integristas o totalitarias que matan la libertad y la igual dignidad y derechos, las libertades individuales y los derechos humanos de la persona.

De la identidad es fácil trascender al identitarismo, a su determinismo esencialista, y ahí es donde está el problema porque nos cosifica, marca o aprisiona, y esto es pernicioso para toda sociedad y para la humanidad en su conjunto.

El identitarismo, adhesión exacerbada identitaria, supone un pensamiento que eleva la identidad social, política, religiosa o cultural a mito, considerándola algo sagrado e inamovible.

En el ámbito nacionalista es teorizado a veces como nacionalismo redentor, abiertamente etnocentrista y xenófobo, promueve la etno-diferencia y el comunitarismo, rechaza el mestizaje y la práctica de interacción intercultural. Puede derivar en racialismo o racismo que son cosas diferentes pero ambas tan acientíficas con el término “raza” que les sustenta.

Otros identitarismos en su intolerancia pueden alcanzar al antigitanismo, la homo-transfobia, el sexismo y misoginia, la hispanofobia, el antisemitismo, las fobias ideológicas y muchas otras formas de intolerancia, odio y discriminación.

El identitarismo siempre tiende a la exclusión, al supremacismo, y siempre es por naturaleza, antidemocrático, por negar la universalidad de libertades y derechos del prójimo, es la puerta de entrada a todo totalitarismo.

El peligro de los identitarismos no acabó en 1948 con el triunfo de la Declaración Universal de Derechos Humanos. La intolerancia identitaria continuó en su dinámica extremista, a veces nacionalista, religiosa y otras de diferentes postulaciones ideológicas, pudiendo alcanzar lo que Amin Maalouf denuncia en su libro “Identidades asesinas”, que señala la locura que incita a los hombres a matarse entre sí, en nombre de una etnia, lengua o religión.

Experiencias genocidas como en Camboya, Ruanda o en los Balcanes, no han sido las únicas. También hay otras que nos son cercanas y recientes, como los presuntos crímenes de lesa humanidad protagonizados por ETA “contra los españoles/ constitucionalistas” en su estrategia de “socialización del sufrimiento” o las realizadas por el yihadismo como las matanzas de Madrid y Barcelona.

Una persona o un grupo pueden tener su identidad o múltiples identidades, más allá del DNI, ese no es el problema. La cuestión es cómo se vive esa identidad, como se manifiesta, si es excluyente, opresiva, criminal e incompatible con los derechos de los “otros” a los que estereotipa, prejuzga y estigmatiza; si discrimina, es agresiva o violenta; si viola la dignidad humana y las libertades y derechos fundamentales del prójimo.

Si es así, entonces estamos ante un grave problema. Para transitar de una identidad sentida o vivida con naturalidad, tolerancia y respeto al prójimo, hacia un identitarismo, siempre excluyente y agresivo, solo hay que observar la dinámica de la intolerancia que es la matriz que lo alimenta y cuyo resultado, de no detenerla, es letal.

La dinámica de la intolerancia de entrada no considera a los seres humanos en su individualidad, todos pertenecen al “colectivo”. Comienza por “estigmatizar” al “otro”, negando “valor” al diferente, al distinto.

A partir de ahí, estas personas son sometidas a un proceso de “deshumanización”, alimentado por mitos y falsas imágenes que calan en el subconsciente social (los inmigrantes son delincuentes, los españoles colonialistas, los negros nada inteligentes, los homosexuales enfermos, los hombres violadores, las mujeres no tienen cerebro, los judíos son avaros, los gitanos traficantes, los musulmanes terroristas, los discapacitados una carga inútil, los viejos sobran, etc.).

Después el colectivo mayoritario se “victimiza”, a partir de sentimientos de recelo, miedo y amenaza, o dicen sufrir unas cargas que considera injustificadas o por cualquier otro factor que estimula la victimización.

Finalmente comienzan las hostilidades, tras haber interiorizado el colectivo prevalente el “miedo a la agresión del diferente”, y todo amplificado por el “fanatizador” agi-pro del extremismo ideológico.

Esa dinámica, bastante común en todos los procesos identitaristas, es alimentada por desinformación, polarización y mensajes de odio, y en un contexto de incertidumbre, el “otro” siempre será el culpable y sus opciones de sufrir segregación, discriminación o violencia se tornan más que reales. Y a partir de esa base de intolerancia, cualquier persona puede sufrir agresiones por el simple hecho de ser parte o supuestamente parte del colectivo estigmatizado; de esta forma el grupo dominante se siente legitimado para proceder a la “limpieza étnica y social”, curando la “infección”, recurriendo a la violencia.

Esta dinámica de pensamiento, actitud, conducta y comportamiento delictivo es la secuencia que nos puede llevar estratégicamente a la comisión de crímenes de odio en toda su amplitud, desde el asesinato y el terrorismo, a la guerra y el genocidio, como ha sucedido en nuestra historia reciente.

A la postre, el identitarismo no lucha por los derechos humanos, aunque en su mal uso hable de ellos, como sucede con los populismos que en su ámbito próximo, los desprecian porque les obligan a caminar por otra senda, en otro enfoque para su hacer social o político.

Simplemente cuando malhabla de ellos, los deforma y utiliza como mecanismo de victimización pero no los promueve para con las personas que tienen identidades diferentes o contrarias.

Y los vulnera. Incluso si invoca la autoridad de la ley positiva que puede promover. Nunca se debería olvidar que los Derechos Humanos nos preceden y no se atenta a su universalidad, a riesgo de rebeldía, como advierte el preámbulo de la Declaración Universal y es fundamento iusnaturalista.

En verdad, toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad, pero observando limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás.

Así lo afirma nuestra Constitución, en su artículo 10 y la Declaración Universal que en su último artículo, el número 30 que “nada podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración”. Frente a la mirada identitarista, siempre un enfoque de derechos humanos.

La demonización del otro, la negación de derechos al contrario, su estigmatización, al que como punto de partida se le intenta excluir, suele ser de tal envergadura que se vive en conflicto permanente, frente a ese otro al que se le ha categorizado como el “enemigo”, ni siquiera adversario; el identitarismo promueve mentalidades de choque y enfrentamiento-civilista, lo que hace posible vivir en un “todos contra todos”, en el marco anómico del “todo vale” por el propósito marcado, o sea por alcanzar poder de clan jerarquizado y no democrático.

Es un planteamiento reaccionario frente a los principios de universalidad y progresividad de los derechos humanos.

Defender, la autonomía de la persona, el libre desarrollo de la personalidad, el derecho a vivir una identidad pero siempre desde el respeto a la libertad, igualdad y dignidad de todos, del ser humano y los derechos que les son inherentes, nada de eso tiene que ver con los identitarismos, y si con las garantías que se deben de ofrecer desde el constitucionalismo democrático por quienes se encargan de concretarlo políticamente.

Y eso supone construir un hábitat de tolerancia y respeto a la persona, sin sumisiones a “colectivos idealizados” y a etiquetas predeterminantes. Los Derechos Humanos son Universales, para toda persona en todo tiempo y lugar, inherentes, inalienables, irrenunciables, indivisibles, imprescriptibles, inalterables, interdependientes, progresivos, son en definitiva de, pro y para la persona, no son identitarios.

Hay un viejo refrán que sirve terapéuticamente para neutralizar ese nivel de intolerancias múltiples y confluyentes. Decían nuestros ancestros que quien no sabe de dónde viene y no sabe a dónde va, no sabe dónde está.

Pues bien, venimos de una Transición de una dictadura execrable a un régimen de libertades democráticas; soñábamos con el mejoramiento del bienestar, con mejorar la calidad y la profundización de la democracia. Hemos avanzado notablemente.

Y llegó un 15 M y con él una ensoñación distópica, muy mediática, de asalto sentimental a los cielos que acabó transformándose en un sarpullido de expresiones identitarias peligrosas que niegan el cosmopolitismo democrático y llegaron populismos varios que proponen ir a ninguna parte. Muchos, desafortunadamente, les creyeron y aún, muchos se encuentran desnortados.

La política, como la investigación y toda intervención, debe radicar en un enfoque de derechos humanos.

Ahora, agotado el ciclo de la ensoñación, toca a la sociedad civil despertar y si tiene coraje, tomarse los derechos humanos en serio frente a los identitarismos, volver a su reclamo de mejora y profundización de la democracia que exige análisis concretos de las realidades concretas y menos gestos de postureo, desprenderse de polarizaciones y fanatismos, construir mas praxiología y menos ideología, reivindicar no solo redistribuir la riqueza sino un ejercicio del poder, en todos los ámbitos, de forma más democrática, con la más amplia participación y posibilidad de revocación de liderazgos, respetando acuerdos comprometidos con electores y afines en nombre de los que actúa, sin performances, circos y autoritarismos.

Simplemente toca ser coherente con la esencia de nuestra Constitución y la Declaración de los Derechos Humanos, apostar por la tolerancia, la concordia y la convivencia, y así no solo conoceremos de dónde venimos, sino que sabremos dónde estamos y presumiblemente, hacia donde queremos ir, aunque esto es más difícil.

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