LISANDRO PRIETO
En medio de las luces, las festividades, las mesas bien adornadas y los fuegos artificiales, esta festividad nos hace recordar que el auténtico cambio surge, en realidad, en lo más básico y íntimo
Para esta ocasión, presentamos la tercera parte de la saga titulada “El sentido de la navidad”, donde buscaremos meditar sobre dos elementos fundamentales de la festividad: la humanidad y la humildad. En su núcleo más profundo, la Navidad nos interpela tanto a individuos como a colectividad, abordando temas éticos, espirituales y filosóficos, si la percibimos como un momento sagrado perfecto para reflexionar y no para desembolsar nuestro aguinaldo en productos que no requerimos.
Más allá de su aspecto religioso, ya que todos pueden leer aquí, crean o no en un Dios, la natividad nos incita a explorar el significado de nuestra humanidad, acerca de la importancia del prójimo (nuestros “próximos”) y el rol que desempeñan la humildad y la solidaridad en nuestras existencias. Reflexionando sobre el significado de los dos textos previos, es necesario recordar que la navidad puede interpretarse como un instante de recuperación del lazo humano, de crítica consciente al consumismo que deteriora sus valores fundamentales, y de esperanza para un mundo que se presenta cada vez más fragmentado.
La casa por la ventana
Desde un punto de vista filosófico, esta festividad representa valores esenciales para la coexistencia humana, razón por la cual es imprescindible considerar la solidaridad, concebida como la habilidad de conectarnos con las necesidades ajenas. Esto es particularmente significativo en este periodo en el que mientras muchos festejan arrojando la casa por la ventana, otros devoran sus restos de la basura la mañana siguiente. De acuerdo con Dietrich Bonhoeffer, la comunidad humana no se mantiene a través de discursos grandiosos, sino por acciones simples y reiteradas de amor y responsabilidad: en este mundo, caracterizado por la alienación y el individualismo, la Navidad es un recordatorio de nuestra interdependencia y de la necesidad imperiosa de construir puentes.
Por lo tanto, podemos considerar otro término esencial en este escenario, la reconciliación. Esta es otro pilar fundamental de lo que se conoce como “el espíritu navideño” que se originó en la tradición cristiana, pero también puede ser entendida desde un marco ético secular de respeto. En relación a esto, Hannah Arendt, en su libro “La condición humana”, indicó que el perdón es un acto que interrumpe el ciclo infinito de venganza y resentimiento, generando la oportunidad de un nuevo inicio.
Gesto de fortaleza
Como periodo de reconciliación, la Navidad nos reta a perdonar, no como un acto de debilidad (como lo presentan los ideólogos posmodernos), sino como un gesto de fortaleza moral que restaura las relaciones humanas, frecuentemente deterioradas por motivos de ego, orgullo, avaricia y mezquindad. Además, la compasión, interpretada como un “sufrir con el otro”, nos lleva al núcleo de la ética del cuidado defendida por teólogos como Jürgen Moltmann, quien señalaba que la navidad no solo conmemora un suceso divino, sino que nos convoca a una metamorfosis ética: “Si Dios se encarna en lo humano, entonces cada vida humana tiene un valor sagrado”. Este método se enfoca en la relevancia de considerar a nuestro prójimo no como un instrumento para alcanzar nuestros objetivos (es decir, como “útiles”), sino como un fin en sí mismo.
Espíritu navideño
¿Quién no posee lazos que recuperar? Se refiere a esto, ya que la contemplación de la reconciliación es uno de los elementos más retadores del espíritu de Navidad. No es simplemente un acto de bondad momentánea, sino una acción ética edificante que conlleva un compromiso de transformación hacia los demás y hacia uno mismo. En un estilo de vida quebrado por el rencor, las fisuras innecesarias y el egocentrismo, la reconciliación surge como una tarea apremiante para reconstruir las relaciones humanas que mantienen a la humanidad.
Siguiendo a Arendt, el perdón no elimina completamente la responsabilidad, sino que brinda la libertad de reiniciar la actividad dado que “es el único acto capaz de deshacer las consecuencias de las acciones pasadas”. En lugar de ser una postura de los desdichados a quienes la sociedad maltratadora acosa, el perdón representa un acto de coraje como ningún otro, ya que conlleva un reconocimiento mutuo para cicatrizar heridas, para no olvidar el pasado, sino para construir un futuro en común: perdonar es característico de almas valientes, no de seres frágiles.
Revisión del pasado
En “La memoria, la historia, el olvido”, Paul Ricoeur detalló este aspecto de la reconciliación como un proceso que engloba tanto el ámbito personal como el social: en su opinión, la reconciliación supone una revisión del pasado que no descarte las disputas, sino que las supere mediante el reconocimiento recíproco y la equidad. En este contexto, la Navidad representa una ocasión para observar al prójimo, no desde la perspectiva crítica, sino desde la compasión que facilita la curación de las divisiones personales y sociales.
Desde una perspectiva teológica, la reconciliación es un término clave que se fundamenta en el enigma de la encarnación. De acuerdo con Bonhoeffer, la manifestación de Dios en Jesús representa el gesto máximo de reconciliación entre lo sagrado y lo humano, ya que Dios no se presentó al mundo para condenarlo, sino para rescatarlo mediante el amor. Esta reconciliación divina no solo representa un acontecimiento crucial, sino también un referente moral para las relaciones humanas. La navidad nos insta a imitar esta lógica de reconciliación en nuestras interacciones diarias, fomentando la comprensión y la unidad.
En su libro “El Dios crucificado”, Jürgen Moltmann vincula la reconciliación con el dolor compartido. Para él, la auténtica reconciliación no es superficial ni veloz, sino que demanda un proceso de empatía con el sufrimiento del otro y una auténtica aspiración de reparar lo que está dañado. Esta perspectiva nos hace conscientes de que el perdón es un gesto de valor que va más allá de los intereses personales y persigue el beneficio común.
Abandonar el orgullo
Tampoco es casual que Karl Rahner, en su libro “El contenido de la fe”, argumentara que la reconciliación solo puede realizarse cuando abandonamos nuestro orgullo y reconocemos nuestra propia vulnerabilidad, dado que “sólo quienes reconocen sus propias faltas, pueden abrirse al perdón y a la restauración”. Este mensaje, Rahner reproduce intensamente en el escenario navideño, donde el acto de perdonar y buscar el perdón representa la esencia misma de la festividad que insta a la unidad, no a la separación y a la soledad impuesta por el rencor:
“La reconciliación no es una acción unilateral, sino un intercambio donde ambas partes renuncian a algo para construir una nueva relación” (Rahner, 1978, página 46).
Habiendo entendido la reconciliación como un gesto de resistencia al odio y al individualismo predominante en nuestro entorno social postmoderno, caracterizado por las divisiones y el incremento de la intolerancia, es necesario entonces darle un enfoque audaz que desafía éticamente las tensiones y diferencias que nos separan para edificar un territorio compartido.
Además, podemos recurrir a uno de los ideólogos más destacados del posmo-progresismo deconstructivo que estamos viviendo en la actualidad, Jacques Derrida, y hallaremos algo esclarecedor. En “El siglo y el perdón”, señala que el acto de perdonar es inherentemente paradójico: conceder lo inexcusable sería el único verdadero perdón. A pesar de que el concepto pueda parecer retador, resalta la intensidad de la reconciliación como un acto radical que no persigue una justicia retributiva, sino un cambio en las relaciones entre las personas. Dentro del marco navideño, esto implica no solo la reconciliación con los que nos rodean, sino también con uno mismo, dado que, a menudo, el mayor impedimento para la reconciliación es la imposibilidad de perdonar por nuestras propias equivocaciones.
Restauración individual y colectiva
La navidad nos insta a reconocer nuestras imperfecciones y a iniciar la senda hacia la restauración individual y colectiva, si optamos por vivir este tiempo sagrado de manera espiritual y no de manera estructural agobiante. Por lo tanto, considerando el panorama previamente trazado, es imprescindible que intentemos meditar sobre la humildad como virtud fundamental en nuestra época. La narración del nacimiento de Jesús en un modesto pesebre nos presenta un mensaje profundamente contracultural: la excelencia no se encuentra en el poder o en la acumulación de bienes o capitales, sino en la humildad y la simplicidad. Estoy redactando esto estando inmerso en un mundo obsesionado con el consumo, y lo estoy haciendo de manera deliberada ya que quiero transmitir a vosotros un mensaje que tiene una relevancia filosófica, ética y espiritual muy profunda.
La sociedad fomenta el “tener”
En relación a esto, Erich Fromm alertó en su obra “Tener o ser”, que la sociedad actual fomenta el “tener” como un ideal inherente, ignorando completamente el “ser”. En efecto, la navidad, interpretada como un gesto de humildad divina -Dios se convierte en hombre para cohabitar con los seres humanos-, nos incita a reconsiderar nuestras prioridades y a apreciar lo que ninguna tarjeta de crédito puede adquirir: el amor, la comunidad y el propósito.
Desde una perspectiva teológica, Bonhoeffer indicaba que la humildad es, por sí misma, una fuerza subversiva, ya que la majestuosidad de Dios se manifiesta no en su poder, sino en su humildad; no en su abundancia, sino en su indigencia. Esta visión nos insta a vivir con modestia, durante todo el año, no solo los días 24 y 25 de diciembre, ni como una autonegación, sino como una disposición hacia los demás. Al criticar el consumismo navideño, Bonhoeffer nos insta a reinterpretar el sentido de esta festividad como un instante de agradecimiento y entrega, distanciándonos de la lógica del mercado que todo lo simplifica a bienes y ventajas.
Auténtico cambio
Por lo tanto, la humildad no es meramente una virtud personal, sino una acción de resistencia potente ante una cultura que privilegia y naturaliza el egoísmo y la riqueza. En relación a este tema específico, Simone Weil en su libro “Echar raíces”, retrata la humildad como la auténtica verdad del alma que identifica su posición en el cosmos: la navidad, en este contexto, nos reta a reconocer nuestra fragilidad y, simultáneamente, nuestra habilidad para aportar al bienestar colectivo desde donde nos toque participar, sin justificaciones.
Para finalizar, estimados lectores, en medio de las luces, las festividades, las mesas bien adornadas y los fuegos artificiales, la navidad nos hace recordar que el auténtico cambio surge, en realidad, en lo más básico y íntimo: en la acción de cuidar, compartir y reconciliarnos con los demás. En este momento, las frases de San Agustín en sus “Confesiones” resuenan con urgencia, al afirmar que “el corazón humano está inquieto hasta que descansa en el amor verdadero”. En realidad, este amor, más allá de ser un concepto abstracto, se materializa en el cuidado del prójimo, en la creación de comunidades fraternas y en la modestia de admitir que no estamos aislados: en un mundo terriblemente atomizado e intencionalmente dividido por la polarización y el consumismo, la navidad es, sin duda alguna, el momento de resistencia ética y espiritual, porque no se trata de idealizar una tradición sin comprenderla, sino de entenderla y practicarla para rescatar su sentido profundo de llamado a la esperanza, a la reconciliación y al amor que todo lo puede, que todo lo transforma, y por el cual vale la pena estar vivo.
Por su interés, reproducimos este artículo de Lisandro Prieto Femenía publicado en El Litoral